Sentidos alterados
Columna de Verónica Bonacchi
Sentidos alterados
Columna de Verónica Bonacchi

A veces extraño el silencio. El silencio irreal de fines de marzo de 2020, ese aire suspendido, de partículas flotando, tan calladas. Cuando se declaró la pandemia, por aquellos días igual de irreales, se insistía con más esperanza que pruebas científicas que nos íbamos a volver mejores, más sabios, más pacientes, más generosos.

Fue hace dos años. Fue hace apenas dos años.

No hace falta hablar de la invasión a Ucrania para saber que no ocurrió nada de todo aquello. No hace falta prender la tele y ver tantos corresponsales contando el horror de la guerra como si la guerra pudiera ser alguna otra cosa más que horror. La realidad, la nuestra, volvió a su sitio, como esos elásticos que retoman su forma en cuanto lo soltamos. Volvió a su sitio, pero un poco deformada.

Hace algunos meses, en una entrevista con el diario El País, de España, el escritor argentino César Aira lo decía sin rodeos: “Me parece patético que traten de verle algo bueno a esta pandemia, que es lo peor sin atenuantes que nos ha pasado”.


Enero 2022. Intento recuperar la rutina. La que tenía hace dos años. Compro las entradas en un cine de la ciudad de Neuquén para ir a ver “Amor sin barreras”, la remake que hizo Steven Spielberg del musical de 1957 (que también fue película en 1961).

El trámite es igual que antes. Pero lo que sigue es incómodo. Hay que permanecer con el barbijo puesto toda la función (dos horas y treinta y seis minutos), aunque permiten comprar dulces y bebidas, así que uno puede sacarse el barbijo, comer, y volver a ponerse el barbijo. Elijo un chocolate porque calculo que sólo llevará cuatro maniobras de sacar y poner el tapabocas.

– Ilustracion: Anahí Tiscornia –

No hay mucha gente en la sala. Seremos diez, pero todos elegimos más o menos la misma ubicación, así que estamos cerca. Una pareja que está sentada atrás comenta la película en voz alta, se burla de las escenas cantadas (es una tragedia musical), se ríen entre ellos. Me pregunto si el encierro de la cuarentena ha confundido las fronteras del living de casa.

La película es una obra maestra. Pero hay algo extra: primero, que los temas del 57 sigan siendo actuales (la historia es una especie de Romeo y Julieta pero en lugar de Montescos y Capuletos se enfrentan pandillas de Nueva York, la de los locales y la de los puertorriqueños; ahora mismo podríamos ponerle el nombre que sea a esos dos bandos) y segundo, que en el filme hay mucha gente, moviéndose, bailando, cantando, como si la pandemia que ya transitamos o que aún estamos transitando no hubiera existido. Como si no hubiera dejado ningún rastro o no quisiéramos seguir con ese tema.


Febrero. Otra rutina: el club, un espacio al aire libre. Casi nadie lleva barbijo. No sé cómo se saluda ahora que hay pocos casos de Covid.

¿Se da un beso con barbijo?, ¿se puede abrazar?, ¿se sigue usando el choque de puños o es síntoma de una paranoia que es mejor mantener a raya para no parecer exagerada? Nadie sabe muy bien cómo acercarse, o alejarse, o mantenerse a distancia. ¿Cuáles serán las costumbres que van a sobrevivir? ¿Quedarán jibarizadas a su mínima expresión?

“El miedo al contagio o el mero desentrenamiento han derivado en una especie de sociedad contactless. Y eso da pie a la tactofobia o el temor a tocar. Tocar como un acto más allá de lo funcional. Como contacto, sí, pero también como ejercicio de comunicación, de conexión (…) Lo único que acaricia la gente en todo el día son las pantallas de su teléfono móvil”, dice la autora de “Covidsofía”, Dulcinea Tomás Cámara.


Ya casi no se habla de la maravilla de encontrarnos por zoom. Por suerte los zoompleaños se terminaron antes de que fuera una posibilidad. Pero aún queda la vista cansada y fraccionada de tanto ver pantallas. Nos falta entrenamiento para ver el cuerpo completo, incluso para ver el rostro completo.

Durante la cuarentena conocí a una persona nueva en lugar de trabajo. Llevaba barbijo todo el tiempo, claro, y supongo que le imaginé una cara en particular. Completé lo que veía con lo que se ocultaba debajo del barbijo. Ahora que la veo sin el cubrebocas algo me hace ruido, como si la barbilla no encajara del todo bien con la parte superior de la cara. Parece un efecto Picasso inesperado por pandemia.


Marzo. Escucho un podcast mientras camino al borde del canal principal de riego. Casi todos los que caminan llevan auriculares. Voy concentrada en lo que me llega a través de los míos. Escucho una entrevista a Camila Sosa Villada, la escritora travesti (como ella prefiere que la nombren, no trans) que acaba de publicar un libro de cuentos, “Soy una tonta por quererte tanto”, después del enorme éxito de “Las malas”, que ya fue traducida a veinte idiomas y que en mayo tendrá su edición en inglés.

– Ilustracion: Anahí Tiscornia –

La entrevista se la hace el conductor de un podcast que está más obsesionado con que sea travesti que con su oficio de escritora, y de actriz. Todo suena un poco morboso. Las preguntas parecen las de un adolescente que después quiere tener una anécdota que contar en el asado con sus amigos. Camila se lo reprocha al final del encuentro. Sólo por ese momento valen la pena los 52 minutos que dura. En tono simpático, ella le recrimina la calidad de las preguntas (le dice: “a mi me preocupa que termine la nota y vos seas menos paqui. Paqui es el heterosexual raso.Vos sos muy paqui. Lo veo en las preguntas que me has hecho. El paqui es poco flexible, prejuicioso, tiene una mirada angosta de las cosas”). Él parece sinceramente interesado en saber qué hizo mal. Ese gesto lo salva.

De un tiempo a esta parte, se habla mucho de los podcast, esas piezas de audio que se pueden escuchar en plataformas de streaming. Es la versión auditiva de las series. Si durante la pandemia consumimos como adictos maratones de historias más o menos parecidas frente al televisor, ahora parecemos volcados a los podcast. Siguen la misma lógica: termina un episodio y arranca el siguiente y aparecen sugerencias: si te gustó este, te puede gustar tal otro.


El oído, después de agotarnos la vista con las pantallas; después de quedarnos sin gusto ni olfato por culpa del Covid, quizás se esté convirtiendo en el sentido privilegiado.

Abril. Prácticamente todo el mundo está decretando el fin del uso obligatorio del barbijo. Fue uno de los símbolos de estos largos meses de pandemia. Y será, probablemente, la imagen que guardemos en el álbum de nuestra memoria y que quizás miremos dentro de muchos años para recordar que sí, que estuvimos aquí, ensimismados, temerosos, aturdidos, sin saber siquiera quiénes éramos ni adónde iríamos.

Escrito por: Veronica Bonacchi | Ilustrado por: Anahí Tiscornia

Verónica Bonacchi

— Colaboradora estable

Instagram: @verobonacchi
Contacto: vbonacchi@gmail.com

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Anahí Tiscornia

— Artista plástica

Redes Sociales: Instagram: @soy.atis   |   Contacto: anahitiscornia@gmail.com

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