“Quedate donde el tiempo dure más” le aconseja un padre a su hija. Y la hija, que crece y se va a vivir a Buenos Aires, se olvida de esa sugerencia tan sencilla como sabia y poética.
Ese lugar del que se va es un pueblo muy pequeño del interior, Esquina, en Corrientes, un pueblo al borde de un río. Y es allí donde la hija vuelve muchísimos años después. Ya es adulta, está desbordada de obligaciones, lleva una vida acelerada en Buenos Aires, parece infeliz. Regresa al pueblito apenas por un día con la premura de firmar los papeles de un terreno del padre que, ahora que está muerto, ella va a vender. Está urgida por terminar todo lo más rápido posible, desentenderse de ese asunto, y volver a sus obligaciones, a su familia, a su velocidad. Está apurada en un lugar lento y no recuerda el consejo de su papá. O no quiere recordarlo, no todavía.
La frase “Quedate donde el tiempo dure mas”, esa frase tan preciosa, la dicen las mellizas María y Paula Marull, actrices, directoras, escritoras a dúo de “Lo que el río hace”, una obra que se estrenó en el Teatro San Martín en 2022, apenas salidos de la pandemia, y que tuvo las localidades agotadas hasta mayo de 2023, cuando terminaron las funciones. Por las excelentes críticas, por todos los premios que ganó, también por el boca a boca, por la trayectoria de las dos creadoras y, el maravilloso viaje poético que propone, la obra siguió creciendo y se mudó al teatro Astros, de la calle Corrientes, donde por estos días siguen agotando funciones y se ubica entre las cinco obras más vistas en Buenos Aires.
“Lo que el río hace” cuenta la historia de Amelia, una mujer que interpretan alternativamente las mellizas Marull, aprovechando esa semejanza casi calcada para entrar una o salir la otra al escenario sin que el espectador pueda adivinar cuál de las dos está ahí.
Desbordada, al filo siempre de un estallido y en aceleración desbocada, Amelia tiene que terminar de escribir un libro por el que ya recibió un adelanto, mientras trata -sin suerte- de hacer equilibrio entre las responsabilidades de la maternidad, de la casa, de su profesión y de su relación con un marido que aparece solo como una voz del otro lado del teléfono, demandante, incapaz de entenderla. Ahora, la muerte de su padre la obliga a volver al pueblo donde pasó su infancia: un lugar donde nada es como lo recordaba, salvo el río, que quizás le devuelva su reflejo o la impulse a tocar fondo.
La obra, escrita y dirigida por las Marull e interpretada por ellas mismas junto a William Prociuk, Mónica Raiola, Mariano Saborido y Débora Zanoll, tiene momentos de comedia tan efectiva que todo el teatro ríe. Y tiene momentos tan conmovedores, que el teatro hace silencio, y probablemente llore. Porque en medio y de fondo de esas risas genuinas que genera y de esos momentos en los que la infancia sale a flote, el tiempo -y un padre que ya no está- es el gran protagonista de la obra. Porque el regreso al pueblo y al río es en definitiva el regreso a la infancia, a una suerte de felicidad simple, al tiempo sin carga de horarios, ni agendas, sin esa contabilidad opresiva de ganar o perder el tiempo, porque ahí, de alguna manera, dura más.
“Vengo al río, no vengo a mirar el río. Mirar el río no es mirar el mar. Cuando vengo al mar me siento lejos, como si estuviera en un cóctel al que no fui invitada. Algo hermoso, pero ajeno; algo para apreciar, no para adueñarse. Mirar el mar es mirar una revista de moda, una vidriera. Mirar el mar es mirar una obra de arte que nunca voy a poder hacer ni comprar. Yo siento que el mar me ignora, es la linda que me refriega desde un parlante sus pasos exóticos y sus botas de cuero; su fuerza me aterroriza, su ego me indigna. Siento que el mar me exige: que tendría que ser más alta, más flaca, más linda, más joven, más splash, más azul. Sin embargo, al río vengo como si apoyara la cabeza en la panza de un perrito bueno. No vengo a mirar nada. Podría venir a morir, o a dormir, o simplemente a cerrar los ojos. Me siento acá y siento el olor que tiene el mundo cuando estoy a salvo. Entierro los pies en la arena como en una frazada vieja. Y el río no me mira, no me interroga. Nos quedamos juntos, en silencio, como dos amigos que permanecen callados, en silencio, escuchando simplemente su respiración”.
Hay momentos así, en los que la puesta se vuelve pura poesía. Hay escenas, quizás de las más bellas de toda la obra, en las que el río se hace potencia y Amelia, ya despojada de todo lo que la une a la velocidad, se sumerge en esas aguas que sabe de memoria, pero que la hunden en su incertidumbre personal, hasta tocar fondo.
Hay gestos mínimos, como cuando la hija recuerda el saludo del padre antes de partir a Buenos Aires; hay cuestiones o cuestionamientos que quedan flotando entre la risa, movilizantes; hay momentos que son pura pregunta lanzada al aire: “¿Dónde vive el tiempo?”, con sus conmovedoras respuestas.
La obra, con su hermoso chamamé sonando, con la risa que siempre hace tan bien (cuando a casi nadie le sobran las risas), con la emoción inevitable, es un paseo por todos los tiempos, el tiempo, el de ahora, veloz, desbordado y vacío a la vez, y el de antes, el de la infancia más lento, y por algún motivo, duradero.
Escrito por:
VERONICA BONACCHI
Jefa de Redacción Revista CUAD