Entra un negro con un loro en el hombro a un bar, y el barman le dice:
– Que bonito ¿de dónde lo trajo?
– De África – le contesta el loro.
Hay mil bolivianos y un blanco. ¿Cómo se llama el blanco?
– Carcelero
– ¿Cómo hacemos para que el negro no se ahogue?
– Le sacamos el pie de la cabeza.
Que no cunda el pánico. El diálogo pertenece a la serie “El hombre de tu vida”, creada por Juan José Campanella en 2011, y entraña una suerte de lección magistral. El autor de los chistes es un cura queriendo incomodar a su interlocutor que, en un principio, ríe divertido, pero finalmente se pone serio porque ya no lo soporta más. El cura, con la mejor cara de boludo (como todo buen comediante), alega que si 30 segundos bastaron para angustiarlo, imagine qué sentirán las víctimas de esos mismos chistes, después de escucharlos durante toda una vida.
¿De qué nos reímos los argentinos? A priori, de todo y todos: una grave verdad. Pero también lo es el hecho de que los límites del humor son inciertos y que, cada vez que alguien trata de ponerlos, se encuentra con el furioso y, muchas veces legítimo, argumento de la censura. Poner límites cuesta, sin embargo, no resulta tan difícil encontrarlos.
El humor es un animal extraño. Como una especie de Frankestein, basta con querer diseccionarlo para descubrir que está hecho de partes muertas, y que solo puede analizarse si se lo deja pavonear a su antojo. Es por eso que, más que preguntarse de qué nos reímos, podría resultar más sencillo interrogarse por aquello que nos motiva a la gracia ¿Cuáles son las cosas que nos tientan a emprender ese íntimo movimiento afectivo? ¿Qué es aquello que deseamos del humor?
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La cosmovisión de la literatura argentina es esencialmente trágica. Su acto inaugural es aquel intento de violación que un grupo de federales perpetran contra un unitario, en el relato “El Matadero” de Esteban Echeverria. De ahí en adelante, esa misma tradición fundacional actuará como un proyectil destinado a gran parte de los autores argentinos hoy. Es por eso que el humor en la literatura suele ser extraño, una rara avis. Pero, como se dice de las brujas: que lo hay, lo hay. Con abrir algún libro del negro Fontanarrosa o de Osvaldo Soriano por cualquiera de sus páginas, alcanza para encontrarlo. Sin embargo, tal vez lo más jugoso del humor no se encuentre en las entrañas de la misma literatura, sino en las anécdotas y entrevistas a sus autores. La capacidad de nuestros escritores para contestar con agudeza y rapidez mental, es uno de los muchos talentos que podríamos enarbolar como hacemos con las copas mundiales.
Una mañana de octubre de 1967, Borges está al frente de su clase de literatura inglesa. Un estudiante entra y lo interrumpe para anunciar la muerte del Che Guevara y la inmediata suspensión de las clases para rendirle un homenaje . Borges contesta que el reconocimiento seguramente puede esperar. El clima es tenso pero Borges no se resigna. Entonces, el estudiante amenaza con cortar la luz: «He tomado la precaución», retruca Borges, «de ser ciego esperando este momento».
El humor puede ser un super-poder. No el poder constitutivo de la política y sus instituciones. En esas esferas ni siquiera en la época de Shakespeare, el bufón de la corte gozó de buena reputación. No, esa clase poder no, sino el que refiere a su más pura acepción etimológica: potere, o potencia de hacer algo. Es decir: ¿Por qué ríe Borges de su propia ceguera? Porque puede. El humor se revela así como la capacidad de traducir un problema en una virtud. Una miseria, en un opulento y generoso tesoro (Rodolfo Fogwill, que podía deslizar vetas chaplinescas en sus entrevistas, sostenía que los poetas se sienten ricos porque ganan el equivalente a un empleado de banco). En fin, el humor es ese tipo de poder, el que se descubre como la capacidad de hacer algo porque sí. Más o menos como la paradoja del cisne que, antes de morir, prefiere cantar por primera vez, y para nadie, una dulce melodía.
Una vez, hablando sobre la seriedad de los velorios, Cortázar observó que, obviamente, hay gente afligida pero que también, y por lógica, tiene que haber gente que va solo por obligación. Sin embargo, una vez escuchó algo en un sepelio que lo dejó atónito: “un asistente entra a la sala principal y, totalmente indiferente al dolor ajeno, pero muy sorprendido por la cantidad de lágrimas derramadas, estalla en una carcajada hasta que grita: ¡Ay, Dios, qué risa, lloran todos!”.
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Charly Garcia demuele un hotel en Mendoza. Las autoridades sitian el lugar y tocan a la puerta de su habitación para detenerlo. “Quién es”, grita el músico. “La policía”, contestan del otro lado. Silencio incómodo. Después de unos minutos, la voz de Charly surge nuevamente: “Y qué culpa tengo yo de que ustedes no hayan estudiado”. El lugar común se derrumba a pedazos. “Abra”, insiste nervioso el uniformado.: “Todos somos iguales ante la ley”. El músico escucha y, después de unos segundos, corre hacia la ventana y se tira del noveno piso. Cae en la pileta de la planta baja y flota tranquilo, braceando. Una horda de cámaras y periodistas van a buscarlo. Mientras se acercan temerosos hacia la orilla, le preguntan qué sintió, si está bien, si pueden ayudarlo.
– Diganle al cana ese de allá arriba – contesta Charly – que si es igual a mí, ahora le toca tirarse a él.
El humor como dispositivo de rebelión, como una postura insurgente capaz de correr los límites a fuerza de agudeza y una buena dosis de complicidad. Complicidad con el contexto que emerge, descarado y sin atisbo de piedad. El filósofo francés Henri Bergson, en sus ensayos sobre la comicidad, decía que “la risa es una reacción defensiva, obligada a manifestarse contra un agravio”, es decir, la risa es una venganza.
Y vaya que lo es: desde la mueca siniestra del “Joker” norteamericano, mientras hace explotar cualquier atisbo de tejido social, hasta las tiras gráficas de los dibujantes durante cualquiera de nuestras crisis socioeconómicas (un arte que en la Argentina ha devenido en tradición). Esas mínimas viñetas han funcionado como válvulas de escape de un contexto que resultaba agotador. Y son, tal vez, las que mejor ilustran el pasaje de una situación asfixiante, a una sublevación que corre los márgenes y permite invertir los roles.
En medio de un saqueo un hombre con un televisor a cuestas, le pregunta a un empleado del local si hacen envíos a domicilio.
Un anciano habla con una paloma y le advierte que hasta que no descongelen su jubilación, no podrá presentarse en la plaza para alimentarla.
La gracia de los chistes pareciera tener la “prometea” tarea de romper con el orden establecido. La búsqueda del humor en situaciones de agravio es, acaso, una constante del espíritu argentino.
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El humor como evasión, como oportunidad para desmentir lo innegable, para correrse y escapar del lugar que se habita con resignación y fastidio. Un mecanismo de compensación para soportar la tragedia de la vida. Cuando algo aturde y aplasta con una grave certeza, es la gambeta del humor la que permite recuperar la levedad, y recordar que es preciso levantarse, seguir, no mirar atrás.
Un periodista le pregunta a Mauricio Kartun (dramaturgo y figura ineludible del teatro argentino) si ve series: “Claro”, responde. “Me gustan muchas y de diferentes géneros. Es más, tengo un par que nunca las termino de ver a propósito”. El periodista se muestra sorprendido e interesado. Quiere saber más: “¿Por qué no las termina?”. “Porque son una especie de dosis curativa para cualquier estado de ánimo bajonero.”, contesta Kartun, “Cuando la realidad me amarga, cuando me peleo con mi mujer y ya no hay posibilidad de reconciliación alguna, llega un momento que decimos: veamos un par de capítulos de “The Office”. Y a los minutos nos estamos descostillando de la risa como si nada hubiese pasado”.
The Office es una serie de televisión yankee, adaptada a partir de la serie británica del mismo nombre, creada por Ricky Gervais. Tiene como protagonista a Michael Scott (encarnado por un sublime Steve Carell), quien es el jefe de una oficina que vende papel en la localidad de Scranton. A través de una batería de chistes vergonzosos y reuniones delirantes que no sirven para nada, se evade continuamente de sus tareas y es, por lejos, el que menos trabaja. Durante las primeras temporadas, el papel de Scott es confuso y provoca momentos de incómoda hilaridad. Pero con el pasar de la serie, ese jefe intrépido y políticamente incorrecto, comienza a revelar su lado más sensible. Es un tipo al que sólo le importa huir de los conflictos y, sin embargo, a su modo, siempre pone la cara. El jefe que nunca hace nada se transforma, de repente, en un ser tierno que en los capítulos finales, se convierte en el mejor jefe del mundo. Que Kartun haya elegido esa serie no es fortuito. De hecho, es parte de la lógica del humor argento. Deseamos de él que nos permita interrumpir los pensamientos distorsionados, que desafíe las creencias catastróficas que nos perturban emocionalmente, que nos aleje de aquellas cosas de las cuales nos queremos escapar.
Maradona pasea por las calles de Buenos Aires. Fuma y mantiene la mirada en el horizonte sin hacer caso de la gente ni los periodistas que, hipnotizados, lo siguen sin tregua. Un señor lo ve pasar a su lado y, sorprendido, le grita: “Diego, sos más grande que el Papa”. Maradona frunce el ceño, menea la cabeza, y luego de tirar el cigarro a la calle, sonríe y contesta:
– Tampoco es mucho, maestro, tampoco es mucho.
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“Nunca sé qué chistes puedo contar”, confiesa incómodo el personaje de Santiago Korovsky a un ciego, en la serie División Palermo estrenada en 2023. Protagonizada por un boliviano, un manco, una chica trans, un enano y una mujer en silla de ruedas, es un caldo de cultivo explosivo y muy difícil para abordar desde el humor. Pero enlaza con una cuestión clave, porque esa misma confesión es la que hoy, en tiempos de grandes incertidumbres, resuena por todas las esquinas y aristas de nuestra sociedad. Es que el humor, después de todo, es un grandísimo misterio. Una especie de literatura que hace gracia de lo indecible.
En Argentina, los comediantes han procurado siempre huir de las etiquetas y se han calzado infinitos disfraces. Desde el humor transgresor de Porcel y Olmedo: minas en bolas por doquier, y un paradigmático programa en 1976 (El chupete), en el cual anunciaron – “en broma” – la desaparición física de Olmedo; hasta el el humor más actual de Cha Cha Cha, Todo X 2 pesos, y Peter Capusotto y sus videos, a los cuales Alfredo Casero definió como “rivotrils televisivos” por su dinámica absurda y surrealista.
El humor argento es camaleónico. Una muestra clara de nuestros diversos y ambiciosos deseos: hace humor quien se rebela, quien se evade o, simplemente, el que puede. Cómo funciona, cuál es su finalidad: muy difícil de poder desentrañar.
Al fin y al cabo, es como esos payasos a los que, ilusionados, vamos a ver al circo más cercano. Hijo del vértigo, camina por la cuerda floja sin saber si debe reír o llorar, si hacer equilibrio o tirarse directamente al vacío. Por eso, tal vez, cabría recordar que un payaso es, también, un corazón triste. Y que si ríe estúpidamente, es sólo porque se alimenta de sus problemas y soporta el dolor alegremente. Después de todo, la vida es una sola y, la pucha, si vale la pena vivirla.
– Qué chistes se pueden contar – pregunta el judío de la serie División Palermo.
– Sólo los graciosos – contesta el ciego, y mira hacia ningún lado.
Escrito por:
PABLO DE DIOS
Colaborador Revista CUAD