La soledad: ¿enigma o estigma?
Por Leandro Arturo López
La soledad: ¿Enigma o estigma?
Por Leandro Arturo López

La soledad no es un estado pasajero ni una condición marginal. La soledad es una lengua secreta, un idioma antiguo y silencioso que habla sin pronunciar palabras, que grita sin emitir sonidos, que confiesa lo que ni siquiera uno mismo termina de entender.

La busco en los momentos en que el mundo se vuelve estrépito ajeno y la confusión me asfixia, para regresar a mí, como quien vuelve a casa después de una guerra perdida y ganada. Porque la soledad no se invita; se atraviesa, se impone, sin pedir permiso, sin ofrecer tregua, sin dar explicaciones.

A veces, es búnker y refugio, cueva oscura donde el alma se resguarda. Otras veces, es puñal punzante que desgarra y desvela. Me persigue en noches infinitas, en días sin nombre, en memorias que rehúsan dormirse.

Sin embargo, la idealizo. La sueño como amante fiel, como presencia helada que me envuelve y me consuela, como una forma cruda y verdadera de libertad. La soledad me habla en un dialecto que nadie más comprende, y yo, incapaz o reticente a escucharla, termino escribiendo para traducir su idioma invisible.

La soledad implícita y explícita, hecha carne y sangre. Solemne, ineludible, no es defecto ni maldición. No es un error ni una condena. Es condición primaria, fundacional. Se es solo antes de ser alguien. Se es solo incluso en la multitud, en el amor, en la presencia del otro. No es ausencia, es a veces el exceso de presencia: la propia, indivisible, intransferible, pesada.

Vivimos en una época que la exilia, que la combate con pantallas encendidas, vínculos apresurados, validaciones instantáneas y ruido constante. Como si estar con uno mismo fuera una amenaza. Como si el silencio fuese una falla en el sistema. Pero la soledad es inevitable. Y, vista de cerca, puede ser una revelación.

No es comodidad, no es plenitud ni refugio definitivo. Es trinchera y espejo. Allí nos encontramos con lo que queda cuando se caen todas las máscaras: con la herida abierta, con la vergüenza profunda, con el deseo que aún no se atreve a nacer.

La soledad es laboratorio del alma. Allí se gestan los gritos mudos, las preguntas sin respuesta, los sueños que no caben en los moldes impuestos. Allí se pudren las excusas y renacen lenguajes nuevos. Allí se aprende que no todo lo que duele quiere irse. A veces, lo que duele solo quiere ser escuchado, comprendido.

Aceptarla es un acto de rebeldía contra la época. Es decir: “Puedo no gustarte, no agradarte, no distraerte. Puedo no necesitar tu aprobación para existir.” Es el gesto más íntimo de soberanía personal.

Pero cuidado: la soledad seduce y puede transformarse en prisión, en ideología, en escudo de hielo. No hay épica sin riesgo. Y la soledad es la más peligrosa de las épicas, porque nadie regresa intacto del viaje hacia sí mismo.

La soledad que asusta. Es la que irrumpe de golpe, sin aviso, que se instala en la silla vacía, en el teléfono que no suena, en la cama que se extiende hacia un lado que ya no está. Asusta porque deja al alma desnuda, sin pretextos, sin interlocutores, sin espejos donde reconocerse. Es la que te enfrenta con la peor pregunta: ¿Quién soy cuando nadie me mira? Y muchas veces no tenemos la respuesta. Por eso huimos. Llenamos el tiempo, ocupamos el espacio, tejemos cuentos para distraernos. Pero esa soledad permanece, como un susurro persistente que no se puede acallar.

La soledad que nombra. Es la que pone palabras donde antes hubo ruido. La que transforma el vacío en poesía, la tristeza en carta, el silencio en acto creativo. Nombrarla es dignificarla. Es reconocer que no somos solo compañía o pertenencia, sino también misterio. Escribir desde ella es traducir al papel lo que el alma murmura en lenguas antiguas. Es un acto de amor: solo quien se ha enfrentado a su propia soledad puede nombrar con verdad la del otro.

La soledad que siente. Es la que no se piensa. Se siente. No se razona ni se discute. Se clava en el pecho como una espina invisible. Se manifiesta en la mirada perdida, en la risa que no brota, en el abrazo que falta. Es la que acompaña aún en la multitud, que pesa más cuando se está acompañado. No pide permiso, no se va aunque le roguemos. Pero también es la que enseña a habitar el cuerpo, a sentir la respiración, a escuchar los latidos. La que nos devuelve a lo básico: estar vivos, aún con la ausencia pegada a la piel.

La soledad que olvida. La más peligrosa. La que borra nombres, fechas, rostros. La que endurece el alma y la vuelve indiferente. Es la que no duele porque ya no siente. La que se hace costumbre, rutina, caparazón. Paradoja amarga: protege del exceso de memoria, de fantasmas, del pasado que se vuelve cárcel. A veces olvidar es sobrevivir. Otras, es desaparecer poco a poco. No es ni buena ni mala. Es consecuencia. Resultado de haber amado, perdido, rendido.

La soledad que alivia. No duele ni asusta ni exige. No es castigo ni huida, sino pausa. Llega como suspiro después del caos, como tregua en medio del ruido. No pregunta ni interrumpe, sólo está. Y en su estar, sostiene. No se busca. Aparece. En un banco, en una penumbra, en la caminata sin rumbo. No exige, no juzga, no recuerda. Deja ser. Alivia porque permite bajar la guardia. Porque en ella no hay que demostrar ni encajar ni responder. Es la soledad que abriga sin encerrar, que silencia sin sofocar. Que no da respuestas, pero tampoco impone preguntas. A veces es el único abrazo posible. Y está bien.

La soledad inevitable. La soledad es parte del trayecto. No es desvío ni anomalía, no se “cura”. Es ese tramo del camino sin mapas ni acompañantes. Si se escucha con atención, deja claves que nadie más podrá dar. No se trata de romantizar ni temerla, sino de reconocerla como maestra. Maestra dura, esquiva, silenciosa, pero maestra al fin.De la soledad se sale distinto. Más entero o más roto, pero siempre más verdadero. No todos la eligen. Algunos la niegan, otros la enfrentan, y otros —como yo— la escriben.

Escrito por:

 LEANDRO ARTURO LÓPEZ

Colaborador Revista CUAD

Nació en la ciudad de La Plata en 1974 bajo el nombre de Leandro Arturo López. Escribe cuentos, nouvelles, ensayos y prosas. Sus textos cruzan géneros porque también cruzan umbrales: entre lo vivido y lo pensado, entre la emoción y el lenguaje. Escribe para nombrar lo que no se dice, y para acompañar lo que duele sin resolverlo.

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