En los museos, en las ciudades, pinturas de recolectores que cargan trigo, maíz, paja. Lejos de los museos, en los campos, los recolectores se llevan la comida que sobra, la que se desperdicia en el suelo. En los museos o en los campos, la cámara de Agnès Varda observa. Su documental, “Los espigadores y la espigadora" (2000), ajusta el foco sobre qué es la basura y en qué se convierte cuando se reutiliza.
La primera pintura que muestra Varda es de Jean-François Millet, se llama Las espigadoras y está en el Museo de Orsay, en París. La obra también está en los diccionarios, acompaña las definiciones de la actividad de recolección. En el arte, suele ser un acto grupal. En la realidad, se ha convertido en una acción solitaria y extendida que no se limita a lo que se produce en los campos, sino que abarca los residuos y cualquier objeto descartado que aún pueda servir.

¿Qué es espigar? Eso se pregunta Varda. El diccionario limita: es recolectar después de la cosecha. La película amplía: es el espíritu de años pasados, una actividad de otra era, una manera de subsistir en la actualidad. Es un acto individual y un acto comunitario. Es, también, una forma de producir, de reutilizar, de otorgar un nuevo sentido.
Varda, realizadora belga que filmó desde inicios de los 60 hasta su muerte en 2019 y una de las máximas exponentes de la Nouvelle Vague, tiene una larga trayectoria como directora de ficción y de documentales en los que muchas veces ella misma se convierte en un personaje más de la historia. “Los espigadores y la espigadora” se inscribe dentro de esta última categoría. Ella viaja a través de la ruta y conecta campo y ciudad, pero también a recolectores de toda Francia.
La espigadora, en el título, se refiere a Varda. Una artista recolectora de fragmentos de la realidad: filma residuos, los reutiliza. Una directora que no embellece la miseria, sino que la encuadra en su estado natural. Una realizadora que recrea uno de los pocos cuadros de una mujer espigando en solitario, La glaneuse, de Jules Breton. Lo revive junto a la pintura, en el Museo de Bellas Artes de Arras, para invertir el gesto: deja caer el trigo para tomar su cámara.

Es una de las primeras incursiones de la directora en digital, abandonando el celuloide que la había acompañado durante varias décadas. No es un detalle menor: estas cámaras son más pequeñas, su portabilidad le permite moverse con más facilidad en entornos urbanos y rurales pero también encuadrarse a ella misma. Es una decisión estética que potencia la narración, que la convierte en espigadora.
El digital le permite registrar momentos íntimos, autorretratarse. Hay planos que asumen su punto de vista: elige papas con forma de corazones y un cuadro de espigadores en una tienda de antigüedades; o se filma frente al espejo, al estilo de ciertos autorretratos de Rembrandt. En eso consiste su proyecto, explica, en filmar una mano con la otra, en encontrar sus arrugas.
La relación entre la pintura y la realidad, el arte y la recolección, la basura y su reutilización, es una clave central de la película. Espigar, en cierto modo, también es encuadrar: dar una nueva vida, un nuevo sentido.
Donde algunos ven residuos, otros ven cúmulos de posibilidades. Hervé, artista francés que se considera pintor y basurero, crea imágenes a partir de materiales que recolecta, incluso la madera para los cuadros. “Lo bueno de estos objetos reciclados es que ya tuvieron su vida, no son deseados, pero están vivos. Sólo hay que darles una segunda chance”, le explica a Varda mientras enseña un lienzo que fabricó con desechos de la calle.
O un albañil jubilado que construye torres de tótems a partir de la basura. Su esposa, sin embargo, duda de que sea un artista. “Hay muchos mejores”, justifica. Varda le da la razón y lo ejemplifica con Louis Pons, collagista que pintaba objetos reciclados dentro de sus cuadros y demuestra que es posible generar imágenes desde los desechos.

Pero no todos los residuos sirven para crear. Existen otras formas de desperdicio que son apabullantes ante los ojos de Varda: papas, uvas, muñecas, madera, cartón, verduras y frutas en mercados callejeros.
A lo largo del documental hay varios personajes que ilustran lo que ocurre. Desempleados que contribuyen a espigar entre los residuos de papas, agricultores que dejan recoger las uvas que se descartan para la elaboración de vinos y hasta un chef al frente de una cocina con estrellas Michelin que recolecta especias y frutas sobrantes en los campos para ahorrar en los costos de producción.

La realizadora se pregunta, a veces desde la observación, otras desde el cuestionamiento o la indagación a los entrevistados, qué son los residuos, cuándo se convierten en recursos y hasta cuáles son los límites morales, éticos y legales al recolectarlos. Una serie de abogados figuran como testimonios y explican leyes que enmarcan el acto de espigar dentro del derecho penal.
Leyes que, por otra parte, abren el cúmulo de posibilidades que ven los artistas. Es posible hacerlo por necesidad y por placer, si se respetan los tiempos de la cosecha. Aunque a veces los límites son grises y nadie logra ponerse de acuerdo, como los recolectores de ostras que entrevista Varda, que difieren en la cantidad que se permite extraer y en las zonas en que es posible realizar la actividad.

El gesto final es circular. Varda rescata Espigadoras en Chambaudoin, pintura de Pierre Hédouin, del sótano del Museo Paul Dini y lo exhibe a cielo abierto. En la pared, al aire libre, cuelga una obra de recolectoras que cargan trigo gracias a otra recolectora que sacó a la luz lo que se desperdiciaba en el suelo.
Escrito por:

ROCCO AVENA
Colaborador Revista CUAD