La primera mesa de luz que tuvieron no fue comprada, sino rescatada. Un vecino la había dejado en la vereda, con una pata floja y la pintura descascarada. Agustín la miró como quien descubre un secreto en lo evidente: madera noble bajo la mugre. La cargó al hombro y la entró al departamento como si trajera un tesoro. Después, como quien se sorprende a sí mismo en falta, miró a Pía y dijo con un tono seco:
—Es basura, pero al menos puede servir.
La frase buscaba sonar práctica, pero no alcanzó a tapar el destello en sus ojos.
Pía, al principio, se rió. “Todo tiene segunda vida”, repetía él, convencido de que las cosas se parecían a las personas: nadie merecía ir directo a la basura.
Los primeros meses habían sido de entusiasmo. Pero el encanto se fue apagando con el tiempo. El sueldo de Agustín alcanzaba apenas para el alquiler. Pía no lograba conseguir un empleo estable. La heladera era un testigo cruel. Había días en que solo guardaba un paquete de fideos abierto y una botella de agua.
Lo que comenzó como necesidad se convirtió en rutina. Cada noche, Agustín desviaba el camino para mirar las veredas. Un mundo paralelo de buscadores que se evitaban con la mirada. Para él eran oportunidades; para ella, un resplandor escondido bajo el polvo.

Pía empezó a acompañarlo. Y lo que en Agustín era ingenio, en ella se volvió fiebre. Veía oro donde otros veían restos.
Los rincones del departamento se llenaron de objetos esperando ser restaurados. El espejo rajado que no devolvía un reflejo entero, la lámpara sin cable que jamás daría luz, el ventilador desarmado que nunca giraría. Con los meses, lo que fue un juego de recién casados empezó a tener otro tono. En Pía se despertó un brillo extraño, una mirada ansiosa cada vez que encontraba algo tirado. Como si en esa cacería nocturna estuviera escondido un destino.
Las cuentas tampoco ayudaban. Había días en los que Pía estiraba la comida con imaginación: guisos aguados, pan duro ablandado en leche.
Una tarde, Agustín llegó a casa con la frente mojada de sudor. Había trabajado horas extra, pero el sobre del sueldo parecía un chiste cruel. Se sentó en la mesa, rodeado de restos, y abrió las manos vacías.
—No alcanza, Pía. No va a alcanzar.
Ella, en vez de mirarlo a él, miró los objetos. Como si allí, en ese pequeño cementerio de cosas rotas, estuviera la salida.
La pelea grande no llegó por un plato, sino por una caja. Una caja de música de madera clara, que Pía encontró en un contenedor. La tapa estaba rajada y el mecanismo, oxidado.. Pero ella la acunó como a un recién nacido.
—Solo le falta una llave —dijo, con una luz en los ojos que Agustín ya no reconocía—. La llave para darle cuerda. La encontraré.
Días después, los padres de Agustín fueron a visitarlos. Apenas cruzaron la puerta, se quedaron inmóviles. La madre recorrió con la vista el pasillo lleno de bultos, el living reducido a un pasadizo entre muebles torcidos, y bajó la voz para decirle al hijo:
—Esto no es una casa, es un basural.
Agustín sintió un nudo en la garganta. Quiso explicarse, pero no encontró palabras. Pía, en cambio, sonrió como si hubiera recibido un elogio y alzó la caja de música.
― ¿Vieron? Es de roble. La tiraron. Pero nosotros le daremos otra oportunidad.
La madre no dijo nada. Solo apretó el bolso contra su abrigo limpio y se fue antes de lo planeado. Más tarde, Agustín encontró, escondido bajo una pila de revistas, un sobre con dinero que su madre había dejado silenciosamente. Un acto de caridad que le quemó las entrañas de vergüenza.
Esa noche, la tensión estalló. Agustín, lleno de rabia y frustración, señaló la caja de música que Pía insistía en pulir.
― ¡Basta, Pía! ¡Mira a tu alrededor! ¡No somos restauradores, somos basureros! ¡Esa porquería nunca va a sonar!
― ¡No es una porquería! — Gritó ella, apretando la caja contra el pecho—. ¡Es más valiosa que el dinero de tu madre! ¡Al menos esto no nos mira con asco!
― ¿Y qué crees que somos para ellos? — Gritó él, viendo por fin la verdad con cruel claridad—. ¡Para ellos y para todos! ¡Somos la basura que huelen desde la calle y por la que cruzan de vereda!
El silencio que siguió fue más violento que el grito. La palabra quedó flotando. Enrarecía el aire, lo intoxicaba todo.

Agustín pasó la noche en el sillón. Pía, en el dormitorio, acariciando la caja de música muda, rascando el óxido con una uña, buscando una milagrosa llave que no existía.
A la mañana siguiente, Agustín se despertó con un propósito frío. Calladamente, comenzó a hacer una montaña en el centro de la sala. Apiló la lámpara sin cable, el espejo rajado, el ventilador desarmado. Iba a devolverlo todo a la calle, a reclamar su vida. Con el corazón encogido, alargó la mano hacia la caja de música que dormía en el regazo de Pía, que se había quedado dormida acurrucada en una silla.
Pero al tocarla, se detuvo.
La miró. Realmente la miró. La madera clara, ahora limpia, tenía vetas doradas. La forma era elegante, de otra época. Vio la dedicación en cada centímetro pulido por los dedos de
Pía. Vio la fe absurda, terrible y hermosa. Vio que no se aferraba a un objeto, sino a la posibilidad de que algo roto pudiera volver a ser completo. Algo mudo, pudiera volver a cantar.
Y entendió que no luchaban contra la basura, sino contra la idea de ser ella.
No sacó nada ese día.
Al anochecer, Pía se despertó y lo encontró sentado en el suelo, con la caja de música entre sus manos. No dijeron nada. Él tomó un destornillador pequeño y, con una paciencia infinita que creía perdida, comenzó a desarmar el mecanismo oxidado. No para encontrar una llave, sino para entender la música que alguna vez había contenido.
El sol entró a medias, iluminando el polvo que danzaba entre ellos. Y así, entre las cosas que unos llaman basura y otros tesoro, entre la herida que no cicatriza y la música que no suena, siguieron respirando. Ya no buscaban salida, sino aprender a vivir en la niebla.
Reconstruían su mundo, pieza a pieza rota, con el único pegamento posible: una fe frágil y obstinada en la segunda vida.
Escrito por:

LEANDRO ARTURO LÓPEZ
Colaborador Revista CUAD