Escribir no es describir: escribir en términos poéticos es, al menos para mí, buscar no sé qué cosa dentro de no sé dónde; algo, una sensación o un sentimiento que la mayoría de las veces puede traer una información que hasta ese momento se suponía oculta o inexistente. Un fragmento minúsculo de un atributo mayor que va a ir conformándose frente a mis ojos en la medida en que, consecuentemente, yo escriba. Conformándose en el papel escrito o en el papel en blanco o en el arrugado y arrojado al lado de mi escritorio que luego vuelvo a levantar y estirar porque aprendí a sospechar de mi juicio, de mi juicio insano, desmedido, es lo que pretendo decir.
Aprendí a dudar de mi duda, y me obligo a sospechar que tal vez, en eso que acabo de descartar, estuve cerca de encontrar algo para sacar a la luz; y necesito volver y verificarlo; no vaya a ser cosa que, dentro de uno de esos fragmentos que me avergüenzan, lata un rayo de lucidez: algo que no se debía descartar tan rápidamente. Algo valioso. Pero ¿Algo valioso? ¿Escrito así, tan torpe, tan mal?, no parece… además… ¿Lo cabo de escribir yo? No puede ser, pienso; y hasta me digo. “Yo no puedo ser quien escriba algo valioso, quien lo traiga al mundo; yo no escribo bien. Mucho menos tan rápido, sin haberlo pensado siquiera. Un escritor piensa mucho antes de escribir, o debe pensar; no sé. Yo no soy escritor. Sin embargo, pese a todos esos sentimientos y todos esos mensajes que crecen fruto del yo negador y vanidoso que me habla sin parar como una radio que no puede apagarse y que tiendo a escuchar más que a las voces que me alientan, existe una pulsión de vida que hace que yo me siente y escriba. O que no me siente, ya que muchas veces escribo de parado.

¿Será entonces que soy el Hombre que Escribe? ¿Será que soy el animal que necesita contar un cuento: estructurar la realidad de manera diferente para que tanta locura tenga sentido, cobre sentido, y les haga sentir lo mismo a los que andan por la vida como ando yo, buscando sentido? ¿Será que eso mismo es Ser Escritor? No tengo las respuestas y con todas estas dudas y muchas más; con toda esa carga, es que yo me pongo, cada día, a escribir. Desde hace muchos años ya. Y no pienso dejar de hacerlo.
Escribo y escribo y voy por las rectas extremas y las tantas curvas que me propone o me exige el lenguaje. Doy vueltas y vueltas en él hasta que acabo mareado; y el mareo nubla entonces mi visión y no me permite dar cuenta de que eso que busco se estaba dejando entrever un poco, y que por culpa de mi exagerada retórica, del autoengaño de mis metáforas y de las construcciones gramaticales o tramas complejas de mi mente, termina por desaparecer de mi campo visual como un sueño que no se sostiene más que un par de minutos al empezar la vigilia. Y que cuanto más y más me empeño en recordarlo, más lo alejo, más se me pierde. Más lo mata, más lo aplasta el peso de la razón.
Agotado, entonces, paro las rotativas. O las rotativas se paran solas y me paran a mí; y dejo en paz las teclas de la máquina. Necesito aire porque estoy ahogado, me cuesta realmente respirar. ¿Y dónde encuentro esa mascara de oxígeno que no cae automáticamente como la de un avión despresurizado sino que, por el contrario, debo acercarme a ella conscientemente como acto indispensable de mi voluntad?: en el diario personal. Oh textos de los textos, oh medicina de las medicinas. Porque la enfermedad es mental (la de escribir claro está) y la medicina es espiritual; y la mejor herramienta espiritual que uno tiene a mano es el cuaderno de su diario personal. Y si bien no se pude decir que sea la única es, al menos para quien pretenda ser escritor, la más efectiva. No creo en ningún escritor que no lleve un diario personal. No creo ni un poco en él o en ella.
Agotado y rendido entonces, levanto la vista y miro a mi alrededor para ver sólo papeles desolados, inconexos o tal vez continuos. Decenas de hojas que son los grados de mi desesperación por comunicarme de manera absoluta con el mundo. Sonantes y disonantes, acordes y en desacuerdo tonal; esos papeles son espejismos de los ruidos silenciosos de una sinfonía farsante. Los miro y siento una derrota aplastante que vuelve a convencerme de que este asunto de escribir no es para mí, que dice a las claras que me dedique a otra cosa. Y es justamente eso lo que comienzo por escribir en mi diario. Y al hacerlo dejo que entre a jugar el amor: la razón y el sentido de mi vida que me defendió en los peores momentos, que es real porque puedo sentirlo. En el diario personal se manifiesta y manifiesto entonces eso que Rilke dice en su carta al joven poeta.
--No puedo no escribir, no puedo vivir sin esto --me digo, o mejor dicho, escribo en mi diario.
Y es este amor quien me renueva de energía, y mi fe toma una fortaleza inaudita; mi fe en la escritura, mi fe en el Ser Escritor. Nuevamente siento que soy capaz de soportar la duda, de atravesarla una y otra vez, y como un efecto dominó constructivo la fe me muestra la puerta de la esperanza: la sapiencia de que al final del proceso habrá sabiduría. Que la recompensa será conocimiento: entender un poco más, un poco mejor, porqué y para qué escribo. A veces hasta para quién.

Cada párrafo, cada borrador, cada texto logrado, es sólo un paso ineludible en esta búsqueda. Este es al menos mi credo, y mi credo es mi brújula. Por eso es que no escribo por encargo, ni escribo literatura de un género a priori ni en particular, porque nada tiene que ver conmigo, con mi esencia, con mi Ser Escritor, con lo que busco en este destino que elegí para mi vida.
Aconsejo a quien me pregunta, interesado por mí y mi obra, que vuelva las lecturas de sus borradores cada vez más lentas, más introspectivas, más verdaderas. No compulsivas. Que las separe sustancialmente en el espacio y el tiempo, en el ánimo y la perspectiva, y las aísle de las acciones que nada tienen que ver con ser escritor. No publicar en redes sociales, no leer a gente que poco le importa la literatura, aguantar y resistir ese espacio de soledad que debe construirse y agrandarse cada día. Porque así debe ser al menos para mí. Ya que me siento indigno de la gloria pero no me conformo con los tantos falsos paraísos. Esos espejismos que abundan y se llaman mundial de literatura o campeonato de escritura, o Jam o ferias del libro o reuniones de lectura o el nombre que fuera que le den. Hay que temerlos y tenerlos a rienda corta. No digo desestimarlos. Pero fijarse bien quien los organiza, fijarse con qué motivación tomo el compromiso de ir, o el compromiso de decir “no, mejor me quedo en casa”.
Si bien todos los caminos conducen a Roma, uno solo es el que nos lleva a La Literatura. Buscarlo y darse cuenta de cuál es el nuestro es un trabajo largo y difícil, pero posible. Pero tomarlo sin desvíos y hacer de él la vida misma, eso, les aseguro, no es para cualquiera.
Gracias por dejarme participar de esta revista, espero poner algo de mi tenue luz donde hay tanta cosa que encandila pero ilumina tan poco.
Escrito por:

PABLO RAMOS
Colaborador Revista CUAD
Pablo Ramos nació en 1966 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina. Ha publicado el libro de poemas Lo pasado pisado (1997), las novelas El origen de la tristeza (Alfaguara, 2004) y La ley de la ferocidad (Alfaguara, 2007), y el libro de relatos Cuando lo peor haya pasado (Alfaguara, 2005), que obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes (2003) y el primer premio en el concurso Casa de las Américas de Cuba (2004). Su obra ha sido traducida al francés y al alemán. Su último escrito es El hambre y el Arcángel (2024), una carta de amor a su amigo fallecido. Un escritor versátil, punzante, que ya sea en novelas, cuentos o poesías, logra sumergirnos en su escritura, en esos mundos que interpelan las miserias humanas, con una pluma cruel y auténtica.