Cuando el comando SWAT irrumpe en la casa de los Miller para arrestrar a Jamie, el adolescente de 13 años ya se ha hecho pis encima. Es quizás el único que sabe que vienen por él. Pero lo que se ve es un niño asustado, igual que su hermana, apenas mayor que él, y que sus padres, que no entienden qué pasa a las 6 de la mañana para que un grupo armado irrumpa a la fuerza, y tire abajo la puerta principal. Lo que le informan a Jamie es que lo llevarán a la comisaría, sospechado por haber matado de 7 puñaladas a Katie Leonard, una compañera de su colegio. Así empieza la miniserie más vista de Netflix, “Adolescencia”, aplaudida por una crítica que ya -marzo apenas-, no sólo la ha catalogado como la mejor del 2025, sino también de “lo más cercano a la perfección televisiva en décadas”.
Que cada uno de los cuatro capítulos de esta miniserie británica sean filmados en plano secuencia (una toma continua sin cortes) no es un alarde técnico. Es la manera, asfixiante, opresiva, angustiosa de contar una historia que se llama “Adolescencia” pero que pone el foco en los adultos que no intuyen, no entienden ni parecen saber cómo hacerlo, lo que pasa en esa etapa. Porque la serie protagonizada por un increíble Owen Cooper (que tiene apenas 14 años y es la primera vez que actúa) y Stephen Graham (el gran actor inglés de “El irlandés”, “Peaky Blinders” entre otras, y que aquí es el papá además del creador de la serie junto a Jack Thorne), no retrata a unos padres desinteresados, violentos o abusivos que se han olvidado de sus hijos, sino a unos padres que, convencidos de que el niño encerrado en su cuarto, con su teléfono y su computadora, está bien cuidado y protegido, no logran ver ni entender lo que el adolescente vive y siente en el mundo hostil de las redes. Se trata de unos padres que podrían haberlo hecho mejor. Quién no.

La serie no retrata a unos padres violentos y abusivos que dejaron crecer la violencia en su hijo, sino a unos padres que, convencidos de que el niño encerrado en su cuarto, con su teléfono y su computadora, está bien cuidado y protegido, no logran ver ni entender lo que el adolescente vive y siente en el mundo hostil de las redes.
Siempre en un afiebrado plano secuencia, el primer capítulo cuenta cómo detienen y procesan al adolescente, en el recorrido que va desde su cama hasta la sala de interrogatorios. El segundo acompaña a los policías hasta el colegio para interrogar a los compañeros de ambos, del detenido y de la víctima. El tercero (quizás el más impactante) es una sesión del acusado con una psicóloga infantil (Erin Doherty). Y el último, trece meses después del hecho, un día de apariencia normal -aunque sea el cumpleaños número cincuenta del padre-, en el que la realidad se filtra de manera irremediable para que todo se haga trizas, para que sólo quede la devastación.
Aunque la cámara es un testigo impiadoso de los vaivenes emocionales de todos -de Jamie, sobre todo, que muestra las aceradas capas superpuestas del miedo, la vulnerabilidad, y la ira más desenfrenada- , hay mucho que queda fuera de ese ojo: el asesinato, por ejemplo, que sólo se ve en una pantalla pequeña de computadora, poco nítido, porque fue filmado por cámaras de seguridad, y los mensajes y los emojis que intercambian los adolescentes por Instagram. Los dos hechos: el femicidio y esos mensajes son cruciales en la historia. El primero, porque es el corazón de esta trama. Los segundos, porque son sus latidos. Y es en ese punto donde la mirada de los adultos se muestra más ajena, más ignorante, más incapacitada para entender lo que se cuece en ese lugar -las redes- que los adolescentes habitan. Los adultos son como extranjeros completamente desconcertados. No conocen el lenguaje, no saben qué significa, no entienden, no hablan de eso.
El femicidio y esos mensajes son cruciales en la historia. El primero, porque es el corazón de esta trama. Los segundos, porque son sus latidos. Y es en ese punto donde la mirada de los adultos se muestra más ajena, más ignorante, más incapacitada para entender lo que se cuece en ese lugar -las redes- que los adolescentes habitan.
Hay tres escenas que muestran esa grieta generacional. Una de ellas ocurre en el segundo capítulo, cuando el hijo del investigador, también alumno de la escuela a la que iban víctima y acusado, le explica a su padre en qué consisten los emojis de la manosfera (o machosfera, un conjunto de webs, blogs y foros que promueven la masculinidad tóxica, la misoginia y la hostilidad hacia todo lo que tiene que ver con el feminismo) para que deje de quedar como un ignorante completo delante de sus compañeros. Le da una clase: la píldora roja en el intercambio de mensajes no es algo inocente y superfluo sino producto del bullying; allí se palpita la absurda teoría del 80/20 que supone que el 80 % de las chicas sólo se fija en el 20% de los hombres por lo que el otro montón de varones frustrados será un “incel”, un célibe involuntario (y resentido), justamente lo que decían de Jamie. Se trata de un argumento salido caprichosamente del Principio de Pareto, formulado por el economista italiano Vilfredo Pareto en 1896, que establece que, en muchos fenómenos, aproximadamente el 80 % de los efectos o resultados son causados por el 20% de las causas o factores. Ese tipo de teorías que ajustadas al resentimiento radicalizado terminan abonando teorías fascistas, violentas y ultraconservadoras que crecen en las redes y que alimentan odios en, por ejemplo, unos niños que apenas empiezan el camino para ser adultos.
La otra escena ocurre en el capítulo tres, cuando la psicóloga infantil confunde Facebook con Instagram y Jamie se burla de ella. Y la tercera, cerca de desenlace, muestra cómo los adultos creen que la habitación es un lugar seguro, cuidado, sólo por estar entre las mismas paredes que el resto de la casa, cuando nada de lo que hay en ese cuarto (unas paredes prolijamente decoradas, un osito de peluche, unas fotos) define el mundo virtual y sus muchas consecuencias.

Aunque “Adolescencia”, que ocurre en una pequeña ciudad inglesa, no sigue un único caso real, sí se basa en varios hechos que ocurrieron -u ocurren- en estos tiempos: sólo en la última década, los asesinatos de adolescentes con armas blancas crecieron en un 240%. Eso fue lo que preocupó a los creadores de la serie. “Me quedé en shock. Como padre, pensé: ‘¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando en la sociedad para que un chico mate a una chica a puñaladas y esto se vuelva habitual? ¿Cuál es la razón? Y luego volvió a ocurrir, y volvió a ocurrir, y volvió a ocurrir. Realmente lo que quería era arrojar luz sobre esto y preguntar: “¿Por qué está ocurriendo esto hoy? ¿Qué está pasando? ¿Cómo llegamos hasta acá?”, se preguntó Graham, que brilla en el papel de un padre que cree en su hijo, hasta que entiende lo que ha ocurrido.
El efecto es perturbador, por las preguntas que deja flotando en el aire (cuánto sabemos de lo que ocurre en ese mundo virtual, cuánto hemos alimentado ese resentimiento y esa ira que crece en agazapada, cómo podemos ayudar y acompañar), y por esa sensación punzante, abrumadora, de que ese niño de apariencia frágil y dulce puede esconder un monstruo cultivado muy cerca nuestro aunque no lo hayamos registrado, y por esa sensación, lacerante y sin retorno, de que podríamos haberlo hecho mejor cuando ya es demasiado tarde.

“Jamie no es un simple producto de la manosfera. Es producto de unos padres que no lo vieron, una escuela a la que no le importó y un cerebro que no se lo impidió”, dijo Jack Thorne, el guionista de la serie junto a Graham. “Los padres pueden intentar regularlo, las escuelas pueden impedir el acceso a los móviles, pero hay que hacer más. Debería haber apoyo gubernamental porque las ideas que se expresan son peligrosas en las manos equivocadas y los cerebros jóvenes no están preparados para hacerles frente”, dijo también Thorne.
Esa es la alarma que hace sonar la serie. Suena fuerte y no se puede dejar de oír.
Escrito por:

VERONICA BONACCHI
Jefa de Redacción Revista CUAD