La carrera imposible del consumo cultural
Escrito por Veronica Bonacchi
La carrera imposible del consumo cultural
Escrito por Veronica Bonacchi

Series en velocidad x2, discos escuchados una sola vez, libros acumulados en pilas, listas de películas por ver. La ansiedad por no quedarse afuera nos empuja a devorar sin digerir todo lo nuevo, todo lo rápido, todo lo efímero… hasta que llegue lo próximo.

En mi mesa de luz, pero también sobre mi escritorio, hay pilas de libros por leer. Necesitaría tres meses de vacaciones -que no voy a tener- en una playa, sin distracciones, para terminar todo. Pero no es sólo lectura: también tengo una lista larguísima de películas que se estrenaron en 2025 y que aún no ví; otra de series “imprescindibles” que no tuve tiempo ni siquiera de espiar, o de programas o entrevistas tan interesantes que me perdí, o de discos, que apenas pude oír una vez. 

¿Hay alguien capaz de consumir a la velocidad de comida chatarra la ingente cantidad de contenidos que circulan? ¿Es posible que quede algo de todo eso?

Durante este año -2025, que ya casi termina-, hubo muchos artículos que dieron cuenta de cómo se estructura el consumo cultural. El resultado de todos esos análisis es un mix devastador que podría resumirse en algo así como toneladas de propuestas que nos cachetean, pero nos dejan impávidos porque hay que estar listo para la siguiente ola de novedades que no hay que perderse porque todo el mundo está hablando o hablará de ellas. Casi todo nace, se vuelve fuego de artificio y se apaga. 

Ejemplo: aunque no existe un número único y oficial de estrenos mensuales en todas las plataformas de streaming en Argentina, los informes de mercado muestran que cada una de las principales plataformas (Netflix, Disney+, Prime Video, HBO Max, Paramount+, Apple TV+, MUBI)  lanzan decenas de títulos nuevos cada mes. Sumadas, dan entre 80 y 100 títulos por mes. Nadie o muy poca gente paga por todos los servicios. El 46% de los hogares argentinos está suscripto al menos a una plataforma, y en promedio cada persona tiene acceso a 2 servicios pagos. La más popular es Netflix, que suele estrenar entre 20 y 30 títulos por mes, entre series, películas y documentales. Y aunque es cierto que no todos los estrenos son originales, que muchas veces se suman al catálogo títulos que ya habían estado en otras plataformas, y suponiendo que es el único servicio que hay por hogar, aun así, el efecto de abundancia imposible de abarcar es perturbador. 

La solución que encontraron muchos de los consumidores que quieren estar al día es parte de un estudio de mercado de las propias plataformas (a la hora de evaluar cómo le fue a su contenido y decidir si tendrán una segunda temporada): ven las series en velocidad x2, como los mensajes largos de Whatsapp. ¿Por qué alguien querría acelerar un proceso que se supone que estuvo pensado, actuado, guionado y filmado para ser visto en cada detalle? Porque no le alcanza el día para maratonear, postear, trabajar, comer, dormir, pensar y vivir.  

Agobiados, agotados y acostumbrados a un ritmo ultra procesado que no da descanso, lo que terminó por potenciarse es cierto desinterés ante el “esfuerzo”. Eso explica -en parte-, por ejemplo, el hecho de que las películas que se estrenan en el 80% de las carteleras cinematográficas de la Argentina estén dobladas al castellano. La otra parte de la explicación es que los celulares y las notificaciones disputan la atención y hacen más difícil la concentración. Y hay todavía algo más: la mezcla de la tecnología, el cambio cultural, y las deficiencias de la política educativa hicieron el resto. Vale recordar que las últimas pruebas Aprender arrojaron el estremecedor dato de que uno de cada diez chicos de tercer grado no sabe leer.

La abundancia no sólo transforma la manera en que consumimos, también modifica la forma en que se produce. Los algoritmos de recomendación deciden qué aparece primero en nuestras pantallas, y los artistas ajustan sus obras a ese ritmo: canciones cada vez más breves para evitar el ‘skip’ en Spotify, libros que se venden como ‘lecturas rápidas’. El tiempo del espectador se volvió un campo de batalla.

Hay una película de 2006, “El descanso”, una comedia romántica con Cameron Díaz, Jude Law, Jack Black y Kate Winslet, que le dedica una mitad de la historia a homenajear al cine clásico. En una escena breve, el personaje de Winslet habla con un viejo guionista de Hollywood que maldice la fiebre actual de estrenar siete películas a la semana, lo que genera que haya demasiados perdedores y muy poco tiempo para reponerse antes de que dejen de exhibirla. 

La necesidad de cautivar a un público (aunque ahora la palabra es más bien consumidor o usuario) cada vez más incapaz de concentrarse, ocurre con todos los rubros. Los recitales tienen que ser cada vez más espectaculares para que el público sienta que acaba de ver el mejor show realizado nunca, con el mayor despliegue de luces, tecnología, Inteligencia artificial. Los museos ya no organizan sólo muestras sino experiencias inmersivas, que permitan al visitante ya no mirar un cuadro sino estar en medio de una pintura de Van Gogh.  Los libros son cada vez más cortos. Los efectos también.

Para los que están interesados en la cultura, la semana que vino Oasis a la Argentina, no hubo otra conversación, después fue Dua Lipa, después Rosalía, después Shakira. En cualquier caso, parecía que trataba de una revolución duradera. Y aunque, por ejemplo, las entradas para ver el show de la artista catalana, en agosto del año próximo en Buenos Aires, se agotaron en menos de una hora, la efervescencia que acompañó su breve desembarco en el país se diluyó como espa el entusiasmo. Tiene la brevedad duma. Es lo que duran los fenómenos. Peor que eso: es lo que dura un video de tik Tok. Después a otra cosa, a otra experiencia que sea capaz de provocar el mínimo o máximo sacudón. 

Hay una definición del periodista Diego Rottman para este asunto:  “bulimia cultural”. La metáfora es precisa: igual que en un desorden alimentario, nos atiborramos de contenidos sin poder procesarlos ni disfrutarlos. Rottman usó esa imagen -“bulimia cultural”- hace dos décadas. Y luego, confirmó que seguía vigente: “En ese mayo de 2006 nos sentíamos abrumados, pero Spotify, YouTube o Netflix eran promesas o ni existían. La mayoría veía las series en el cable y la palabra “booktuber” no había sido acuñada. Había televisores, equipos de audio y monitores, pero los teléfonos eran para hablar, no para ver largometrajes en el inodoro o musicalizar nuestros viajes con una discoteca infinita. Se hablaba de “zapping”, pero no de “bingewatching”, su contracara reciente. Si un libro estaba agotado o no se había editado en el país, nos resignábamos: ahora terminamos consiguiendo, probablemente gratis, su versión para Kindle”.

Lo que propone el hiperconsumo cultural, apalancado por las redes, es como una mesa dulce larguísima: ¿quién se serviría una sola porción para disfrutarla si hay chances de atiborrarse y probar un poco de todo? 

Ahí vamos, de frente a una enorme frustración. Ni con todas las horas del mundo, ni con todo el dinero, ni a velocidad ultrasónica podríamos ver, escuchar, leer y saciarnos. Y lo que es peor, tampoco podríamos sentir que algo de todo eso, de verdad nos alimentó. 

Escrito por:

VERONICA BONACCHI

Jefa de Redacción Revista CUAD

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