Siempre fui hipocondríaca y propensa a enfermarme. Durante toda la preadolescencia mis altibajos anímicos estuvieron acompañados por largas temporadas de fiebre. A mis catorce años sufrí mi primera decepción amorosa y me pasé el año entero en la cama, probando combinaciones de remedios y glóbulos homeopáticos para mi estado depresivo febril. Me sentía aislada del mundo y estar enferma era la excusa perfecta: no necesitaba caerle bien a nadie si vivía una vida de ostracismo. Recibía visitas ocasionales de médicos a domicilio –los ambos y los maletines negros me producían terror– pero eso era todo. No me importaba nada de lo que estuviera afuera de mi torre de libros, mangas japoneses y almohadones. Una versión bastante más cándida de la protagonista de la novela Mi año de descanso y relajación, la novela de la norteamericana Otessa Moshfegh en la que una chica decide abandonar la vida social para encerrarse en su departamento con el objetivo de dormir durante tiempo indefinido (y para lograrlo experimenta con infinitas combinaciones de psicofármacos).

En “When the sick rule the world” (la traducción al español sería: “cuando los enfermos dominen el mundo”), una crónica que es parte del libro homónimo de Dodie Bellamy, la autora cuenta cómo comenzó a asistir a reuniones de hipocondríacos obsesivos. Una comunidad de personas que coleccionan síntomas y desinfectan todos los ambientes por los que pasan. Se identifican a sí mismos como enfermos y así viven, protegiéndose de las toxinas del mundo moderno. Para formar parte de las reuniones de enfermos es necesario acudir habiendo usado únicamente productos de higiene libres de cualquier tipo de fragancia que podría resultar nociva.
Después de investigar las vidas privadas de esta selección poco usual de personas –casi ninguno de ellos tiene un domicilio fijo, la mayoría viven en sus autos o cambian de casa semana tras semana porque no consideran apto ningún espacio–, Bellamy ensaya algunas suposiciones sobre cómo sería un mundo de enfermos. Imagina, por ejemplo, una sociedad del futuro en la que ellos dominan el mundo y los sanos son sus sirvientes, y finalmente llega a una conclusión: “cuando los enfermos dominen el mundo, la mortalidad va a ser sexy”.
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Cuando ingresé en la vida adulta empecé a enfermarme cada vez menos: en algún momento, esconderme en mi cuarto para evadir la realidad dejó de ser una opción. Pero esta última semana la pasé en cama, bajo el efecto de una fiebre que no sólo me hizo olvidar cómo era la vida sana sino que también me transportó a esa preadolescencia de encierro. Con la diferencia de que, esta vez, pensé mucho en mi imágen física, en el deterioro que creí ver en mi cara y en mi pelo. Consumí tutoriales de maquillaje y de peinados como si pudiera acceder a algo de esa belleza por ósmosis, o como si fuera posible, por lo menos, almacenar conocimientos valiosos para el día en que pudiera reingresar en el mundo de la gente sana.
Las voces de esas chicas de todo el mundo explicando cómo hacer trenzas francesas o maquillajes coreanos de tonos cálidos –y asegurando a su público que es fácil, que cualquiera podría hacerlo– funcionan como una canción de cuna si sus videos se reproducen la cantidad de veces necesarias.

La tuberculosis pulmonar fue una de las enfermedades con mayor protagonismo del siglo XIX (y, sin duda, la que tuvo más repercusiones en la cultura de ese período). Muertes mitificadas como las de mis amadas hermanas Brontë o la de Keats han dejado constancia de ello. También se la llamaba “consumo”: un mal que debilitaba y carcomía al sujeto y que, en el arte, muchas veces se asociaba con el abandono del mundo terrenal en pos de una existencia corta y profunda.
Como consecuencia, la literatura de esa época está llena de delicadas damas tuberculosas que yacen románticamente en sus camas. Además de las toses intensas, los síntomas de la enfermedad incluían la pérdida de peso, la palidez y una imágen frágil en general, elementos que abonaron al cliché perfecto de belleza y fatalidad. Un cliché que, por supuesto, me obsesiona.
Me atrae esa intersección entre enfermedad y belleza, la posición tiránica de la dama que debe ser protegida. Colecciono camisones blancos que le pertenecieron a mi abuela y deseos de sufrir con romanticismo gótico, de acceder a una mortalidad sexy. Quizás por eso me entrego a los tutoriales de maquillaje en medio del delirio febril: como las heroínas decimonónicas, me gustaría sentirme angelada y frágil, trágicamente hermosa.
Escrito por:

ANTONIA KON
Colaboradora Revista CUAD
Antonia Kon nació en Buenos Aires en el 2000. Ha publicado sus notas en medios como Página 12, Rolling Stone, La Agenda y Clarín. Es co-autora del libro Sobre el trabajo de Yael Desbats (Actividad de Uso, 2023) y autora del poemario Aprendiz de hada (Pequeña Fortuna, 2025). Actualmente cursa la Licenciatura en Artes de la Escritura en la UNA.