No es una historia grandilocuente. Y quizás justamente por eso, todo lo que produce se amplifica: la melancolía, las preguntas, el sabor agridulce y a veces desgarrador ante algunas cuestiones como la memoria, la historia (en minúscula y en mayúsculas) y el amor, la dirección que toma una vida, la realización personal. “Un dolor real”, la película escrita, dirigida y protagonizada por Jesse Eisenberg, junto a Kieran Culkin (un genial Culkin, merecedor de los premios a mejor actor actor de reparto que consiguió), es uno de esos relatos que se mecen en aguas calmas, y que bajo esa superficie aparentemente sedosa y a veces graciosa traslucen profundidad y corrientes turbulentas.

La trama es así: Dave (Eisenberg) y Benji (Culkin) son primos y tienen casi la misma edad, cerca de los 40. Fueron muy unidos durante la infancia aunque el paso del tiempo los fue alejando. Dave es un clásico racimo de neurosis, más bien reservado y distante, tiene una esposa y un hijito con quienes vive en Nueva York y dedica mucho tiempo a su trabajo como vendedor de publicidad online. Benjamin en cambio no tiene trabajo fijo, no parece muy preocupado por el futuro y pasa buena parte del tiempo fumando marihuana no sólo en el sótano de la casa de su madre sino en cualquier terraza a la que llega. Puede ser divertido y puede ser un incordio, por partes iguales. Con él empieza y termina el film, con una imagen suya en el aeropuerto de Nueva York, adonde se encuentra con su primo para emprender un viaje a Polonia, uno de esos tours para visitar campos de exterminio. Lo hacen porque acaba de morir la abuela de ambos, una sobreviviente del Holocausto que estuvo prisionera en Majdanek, el campo de concentración y exterminio ubicado a solo 4 kilómetros de Lublin, la ciudad donde hasta la llegada del nazismo vivían ella y su familia.
Este viaje podría no sólo ser el eslabón que vuelva a unirlos sino también una puerta abierta hacia los orígenes familiares y una manera de despedir y homenajear a la querida abuela. Podría. Pero se convierte en algo mucho más hondo.
Los dos nietos entonces, junto a un grupo de turistas (un ruandés convertido al judaísmo, una mujer judía que acaba de divorciarse, una pareja mayor, y un simpático guía inglés), recorren monumentos, lápidas, la ciudad de Lublin (donde vivían 40 mil judíos antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial) y luego viajan en un vagón de primera, y comen exquisiteces, mientras se desplazan hacia el horror: los restos de Majdanek, el campo en el que primero fueron internados prisioneros soviéticos y adonde luego los nazis llevaron y asesinaron a judíos. Es una muestra del turismo oscuro de nuestros días, en el que los fondos de la pesadilla más atroz de la humanidad sirven para una selfie. En otras manos, esa escena podría haberse convertido en un cliché, en una obviedad subrayada y acusatoria. Pero Eisenberg no levanta el dedo ni resalta con arrogancia, desde un púlpito. Su mirada es tan agridulce como humana, comprensiva, amorosa.

Es una muestra del turismo oscuro de nuestros días, en el que los fondos de la pesadilla más atroz de la humanidad sirven para una selfie. En otras manos, esa escena podría haberse convertido en un cliché, en una obviedad subrayada y acusatoria. Pero Eisenberg no levanta el dedo.
“Dave, estamos en un tour sobre el Holocausto. Si este no es el momento y el lugar para llorar y abrirnos, entonces no sé qué decirte”, dice Benji durante el viaje en tren, incomodando un poco al resto de los integrantes del tour, pero sobre todo, intentando que su primo reaccione, que vuelva a ser esa persona sensible que solía ser en la infancia, cuando los dos compartían casi todo. Pero ni la frialdad emocional de Dave ni el desparpajo despreocupado de Benji son tan marcados como para quedar enfrentados en un Yin y un Yan. Los dos esconden zonas grises, oscuras, dolores reales. Esa clase de matices que generan a la vez una media sonrisa y una pena profunda.

Los dos esconden zonas grises, oscuras, dolores reales. Esa clase de matices que generan a la vez una media sonrisa y una pena profunda.
Las imágenes de Majdanek son crudas, impactantes y a la vez respetuosas. Eisenberg elige el silencio para retratarlo: es un sitio que quedó intacto tras la retirada nazi. Todo está a la vista: las cámaras de gas y las huellas azules en las paredes provocadas por el Zyklon B, ese gas letal que se usó también en Auschwitz, y del que también habla el abominable comandante de Auschwitz, Rudolf Höss en la magnífica película de 2023, “Zona de interés”. La música de Chopin, polaco también él y banda de sonido de todo el filme, se calla aquí, para que el silencio se vuelva tan espeso como conmovedor, para que hablen esas paredes, tan elocuentes.
También la imagen en la puerta de la casa en la que vivió la abuela es movilizante, aunque no haya nada demasiado especial: es una casa, más bien una puerta, que el dúo de primos no se atreve a traspasar, y sin embargo, en ese gesto, y en lo que hacen frente a la puerta, se encierra una de las escenas más tiernas del filme.
Es una película breve (1 hora y 29 minutos), que parece pequeña. Pero es engañosa en esa simpleza: con esos alivios que produce cada tanto la risa, y sin volverse nunca superficial ni sentimentaloide, el filme se pasea por temas que no se evaporan rápido después de verlo. Al contrario, se quedan ahí, como fotos que vuelven para recordarlo todo: la relación de dos personas que fueron unidas y hoy son completamente distintas, las formas de transitar la pena, la manera en que el futuro soñado se vuelve de pronto un lugar gris y presente, el modo en que los traumas – los de la Historia grande y los familiares- atraviesan a las generaciones que siguen, y la manera en que todos los elaboramos. Son temas enormes, pero que nunca le quedan grandes a la película. Al contrario: se quedan un tiempo largo, agitando las aguas subterráneas.
Escrito por:

VERONICA BONACCHI
Jefa de Redacción Revista CUAD