En Los Hornos, el 31 de octubre no olÃa a calabaza podrida, sino a venganza fermentada.
Los disfraces eran de cartón pobre y las caras enfadadas de siempre. No se pedÃan dulces; se cobraban deudas.
Era la justicia torcida de los chicos, un tribunal de veredas y baldÃos donde MartÃn y Pablo eran jueces sin toga.
Su ley era simple: quien rompiera el ritmo del barrio, pagaba en la noche de las ánimas.
A Tito, el kiosquero, lo condenaron por baldeador de siestas arruinando las juntadas en la sombra más buscada.
Quisieron secar su obsesión, pero al reventar la cañerÃa, la canilla perpetua que crearon lo obligó a limpiar por siempre, un fantasma condenado a su propio charco.
A Jorge, el zapatero y verdugo de la alegrÃa, lo juzgaron por destrozar una pelota con su cuchilla.
La sentencia fue el caos: invadieron su taller ordenado, clavaron hormas en las paredes como trofeos siniestros, revolvieron todo hasta convertirlo en el caos perfecto.
Pero fue Alfredo, el sembrador de tachuelas, quien cruzó la lÃnea. Su odio por las risas y las ruedas de bicicletas terminó con los huesos de Nico crujiendo en el asfalto. Su castigo fue poético y cruel: macetas llenas de clavos, un portón atascado con cicatrices de bicicletas,
timbres que sonaban en la noche como lamentos.
Asà se escribÃan las crónicas de Los Hornos: con agua, cuero y goma pinchada.
Pero ese octubre, el aire olÃa distinto. A quietud. A miedo. El barrio, por primera vez, callaba su propia furia. Todos sabÃan que la deuda pendiente era la más grande, la más antigua: la de la casa del 713. La de Inés.

No era una mujer; era una advertencia que los padres intentaban evitar. Una sombra tras una ventana siempre cerrada. Los chicos cruzaban de vereda para no rozar su verja. DecÃan que si te mirabas en sus cristales, tu reflejo salÃa demorado, como si algo se hubiera quedado con un pedazo de tu alma. Algunos juraban que ese número, 713, estaba maldito: mitad divino, el 7; la otra mitad, la ruina.
El 31 llegó. Incierto, pesado. La puerta del 713 no estaba cerrada. Estaba entreabierta, como una boca a punto de hablar. Un olor a tierra húmeda y papel viejo los envolvió al entrar. Y allÃ, en un sillón de terciopelo gastado, estaba Inés. Pálida, frÃa, los ojos abiertos mirando hacia la nada que siempre habitó. Pero no era su cadáver lo aterrador. Era el suelo. Un mar de fotografÃas se extendÃa a sus pies. Instantáneas nÃtidas, de un ángulo imposible.
MartÃn levantó una con dedos que empezaban a temblar. Tito, con el balde en el aire, la gota a punto de caer en plena siesta. Otra: Jorge, con la cuchilla reluciente, un instante antes de rebanar el cuero de la pelota. Otra más: Alfredo, esparciendo tachuelas con una sonrisa rÃgida, mientras Nico, inocente, pedaleaba hacia el suelo.

Eran todas previas. Crónicas del instante exacto antes del delito. No del castigo.
Pablo, con la respiración entrecortada, hurgó entre las imágenes. Y entonces se heló. HabÃa más. Fotos de ellos. MartÃn señalando la casa de Jorge con una sonrisa pÃcara. Pablo trepando el tapial de Alfredo. La bandita completa, reunida en un baldÃo, tramando la justicia de octubre. Y al fondo de cada una, desenfocada pero reconocible, una figura observaba desde una ventana. La ventana del 713.
El silencio se volvió fÃsico, un peso que oprimÃa el pecho. Afuera, los otros chicos callaban, sintiendo que la noche les habÃa dado la espalda.
MartÃn, con un nudo de pánico en la garganta, revolvió las fotos desesperado. TenÃa que haber una más. La última pieza. Y la encontró, apartada, como esperándolo.
Era una foto en blanco y negro, aún húmeda al tacto, el revelado incompleto como si la escena siguiera ocurriendo. Era él. Solo. De pie, exactamente donde estaba ahora, en el salón de Inés. Con la boca abierta en un grito que no salÃa. Y detrás, surgiendo de las sombras más profundas de la habitación, una figura se inclinaba sobre su hombro. Una forma que no proyectaba reflejo. Una mano larga y pálida se posaba sobre su espalda. No era Inés. Era algo que habÃa vivido en ella.

Ahora, ese espectro hambriento, tenÃa nuevos jueces a los que observar. Nuevos ritos que documentar para su colección infinita de injusticias.
La justicia barrial nunca les habÃa pertenecido. Solo habÃan sido actores en un drama que otra cosa, desde la oscuridad del 713, archivaba con paciencia de coleccionista.
Y la próxima función ya tenÃa programados a sus nuevos protagonistas.
Escrito por:
LEANDRO ARTURO LÓPEZ
Colaborador Revista CUAD



