Así arrancaba el preámbulo con el que contestaba cada vez que alguien me preguntaba de dónde venía cuando dejé mi casa en el 2006. Convencida de que pocos lo habían escuchado nombrar, tomaba la delantera anticipando que ese lugar tan pequeño entre cordilleras no era tan fácil de ubicar.
Si tuviera que describirlo, empezaría diciendo que tiene menos de 6000 habitantes y que parece perdido entre las montañas.
El verano en cambio, te regala las noches más estrelladas que cualquier otro lugar. Casi no necesitas luces para mirar a los ojos.
La Cordillera del Viento y la de Los Andes te saludan todos los días y el ruido del río Neuquén es el compañero de sueños. No existe el bullicio de un centro comercial ni el tránsito en hora pico.
Confieso que sé el nombre de dos o tres calles con mucho éxito. La nominación se torna algo meramente organizativo que parece responder más a una planificación urbana que a una herramienta de uso cotidiano. “Ubicarse”, allá, es un verbo que se rige por otras artes. Las calles no tienen altura o al menos pasan desapercibidas. Vivís “al lado de”, “cerca de” o “en las cabañas de tal”.
Agarrá la calle del Anfiteatro, pasá la Plaza de las Banderas, seguí hasta lo del Ruso, doblá a la derecha, bajá hasta el barrio MUDON. Ahí preguntá que te van a decir. Es una casa rosada que está en una esquina.
Con esas indicaciones y un poco muerta de risa, mi amiga golpeó la puerta de la casa en la que crecí. Hacía unos minutos había preguntado por “la casa de Coco” en la Oficina de Turismo y el GPS pueblerino la había arrimado en la dirección correcta.
“Nacen con un chivo bajo el brazo”, solía ser el chiste con el que un amigo ironizaba sobre la cantidad de teorías extrañas que muchas personas que no crecieron en un pueblo tienen sobre cómo se vive por aquellos lados.
Más de una vez tuve que explicar que no tenía caballos aunque de niña los deseara en cada cumpleaños. También si había autos, televisión, sí vivíamos en ranchitos y hasta un profesor en la facultad en medio de una clase supuso que yo no parecía “de pueblo”.
Desde aquellos días, empecé a pensar un poco en cuál era el imaginario social que algunos pocos bichos de ciudad tenían de los pueblerinos y pueblerinas.
“Y si bien hay fantasías sobre lo que significa vivir en un pueblo que son algo ciertas, las brechas con la ciudad hoy en día se acortaron bastante aunque todavía perduran otras rutinas”.
Anahí Ríos Lumini / Productora de contenidos
En los pueblos todavía hay un acuerdo tácito sobre el tiempo. A excepción de la escuela, hay horarios que no se negocian. La siesta aunque no se duerma significa una pausa necesaria y tranquila. Una quietud que nadie se atrevería a cuestionar. La farmacia cierra a las 13 y punto.
Las fiestas del pueblo siguen siendo una celebración a la que van casi todos. Con misa de bendición previa, sobran los valsecitos camperos, la cumbia ranchera, la cueca levantando tierra en cada paso, la empanada frita y el vino. No importa qué música escuches, ahí bailás sí o sí mientras los más chiquitos duermen en las sillas prestadas por la escuela primaria.
La radio es aún ese espacio para las noticias del lugar y los mensajes al poblador un servicio indispensable. Aunque no sepamos de quién se trate, nos enteramos que “se le comunica a Evelina Antiñir que a la una de la tarde su hijo Kevin la espera en la tranquera del campo de Don Atilio Hernández”.
“En el pueblo es casi una ofensa no conocer a alguien, salvo que te hayas ido por unos cuantos años. Sobre esto, diré que hay una teoría científicamente no comprobada de que si te vas ‘volvés cambiado’. Como un reproche, como un pecado, como un destino”.
Anahí Ríos Lumini / Productora de contenidos
Además, a tono con una categoría intrínseca de la patria argenta, la grieta también aprieta por allá entre “los de afuera” y “los de acá”. No importa cuántos años lleves viviendo ahí; para los nacidos y criados más ortodoxos si no naciste ahí, siempre serás forastero.
Las penas se divulgan rápido. La sirena de los bomberos se vuelve una señal que paraliza y un amargo “¿qué habrá pasado?” se mezcla con el “ojalá no sea grave” repetido como plegaria.
Las tragedias calan hondo y los duelos por muertes son lutos populares. Todo el pueblo llora a sus muertos y hay un mito de que si muere uno, viene una seguidilla de muertes. Creer o reventar. Alerta spoiler: sucede.
De crecer en un pueblo aprendes el respeto al silencio; y que el tiempo y el pulso también pueden ser serenos. Confieso que extraño poco y cada vez menos. Sin embargo, desde hace 16 años los inviernos y los domingos tienen un tinte de nostalgia. Crecer en el pueblo, me dio las pausas y las calmas necesarias que la vorágine y la ansiedad de los nuevos tiempos soplaron como el viento.
Escrito por Anahí Ríos Lumini