Selfies a un euro para el ego y para Dios
Columna de Veronica Bonacchi
Selfies a un euro para el ego y para Dios
Columna de Veronica Bonacchi

Una Iglesia de Roma, edificada en el siglo XVI en honor a San Ignacio de Loyola, es hoy un destino turístico, el punto de llegada de una peregrinación de devotos de las selfies. Un espejo, tan sencillo como elocuente, sirve para sostener la Iglesia y el ego, apoyado en el moderno instinto de fotografiarse y dejar en claro que uno estuvo ahí.

Puede que Via del Caravita, en pleno centro de Roma, no figure en el recorrido y tampoco la Iglesia barroca que está allí. Pero para quien camina por ahí cerca, es difícil no advertir la cola que hay afuera de la construcción, una cola larga e impaciente de personas con un celular en la mano.

Lo que hay en esa calle, a pocas cuadras del Panteón y la Fontana de Trevi, es la Iglesia de San Ignacio de Loyola. Es hermosa por fuera como tantas otras iglesias del barroco. Construida en 1626, mantiene esos colores sepia, apagados, que son el tono de la capital italiana. Lo que hay adentro, allí donde desemboca la cola que tiene el largo de una manzana y que reúne a personas que soportan el sol abrasador del mediodía, es un espejo. Eso: ahí, en medio de la nave central de la Iglesia que ya tiene 4 siglos, lo que hay es un espejo a 45°. En las redes y sitios de turismo la llaman, simplemente, la Iglesia del espejo. 

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La Iglesia tiene sus peculiaridades. Dedicada a San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, la construcción tuvo que sortear muertes, poco dinero y algunas argucias para convertirse, en este 2024 en una favorita de las redes y las selfies por un euro. Allá por 1562, el pontífice de ese momento, Gregorio XV, se comprometió a construir una nueva iglesia con el nombre del recién canonizado Ignacio de Loyola. El papa murió sin terminar su promesa. Pero su sobrino, Ludovico Ludovisi, se propuso dirigir el proyecto y terminó contratando al jesuita Horacio Grassi en 1627. No resultó: Grassi murió con la iglesia a medio construir, los fondos escaseaban y el espacio que debía ocupar la cúpula era demasiado grande para el dinero que había. La solución más sencilla y a la vez la más genial llegó de la mano de otro jesuita, Andrea Pozzo, en 1685, que realizó una falsa cúpula pintada sobre tela. Ese es uno de los atractivos de la Iglesia: el techo, a la altura de la cúpula es plano pero la pintura de Pozzo logra un efecto óptico y según donde se pare el visitante, simula ser exactamente lo que no es: una cúpula. 

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El espejo que ocupa la nave central no tiene nada que ver con esa falsa cúpula. Lo que se ve cuando uno se acerca al espejo es la bóveda afrescada que también pintó Andrea Pozzo, durante los 9 años que van de 1685 a 1694. Y aquí también hay una trampa para el ojo. El techo parece terminar en arcos y columnas, que, siguiendo esa técnica de la cúpula (trampantojo) le da una tridimensionalidad e iluminación que no es tal.

Lo que también se ve en el espejo, por supuesto, es a uno mismo, que es la gracia de la selfie y la razón de ser de la cola que soporta el tiempo y calor. 

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Es mediodía, afuera la temperatura trepa hasta los 36° pero la cola parece compuesta por gente paciente. Quizás sea el aire fresco del lugar. Frente al espejo hay una joven que ya puso 4 veces una moneda de un euro. No está contenta con la primera, ni con la segunda ni con la tercera selfie y el video que ha logrado obtener en los 30 segundos que duran encendidas las luces, así que ahí está, arreglándose el pelo, hablándole bajito a la cámara de su celular para lograr la toma que mejor la haga lucir en sus redes. Mientras, el espejo se enciende y con su inclinación calculada, le da la posibilidad no sólo de dar fe de que estuvo en ese lugar de Roma, sino de producir el efecto (imposible sin ese artilugio sencillo pero fundamental) de fotografiarse a ella misma y al techo. Al cuarto intento se da por satisfecha y abandona su puesto. Llega el turno del siguiente que prueba una sola vez y se va. 

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Desde que abre hasta que cierra la iglesia (de 7:30 a 19, y hasta las 23 los días festivos), la cola permanece nutrida y constante. Es casi lo mismo que ocurre en cualquiera de los locales recomendados por influencers que aseguran que ahí se vende el mejor sandwich, o el helado más rico, o que no hay nada como hacer una cola para obtener una selfie y publicarla en las redes sociales. 

La entrada a la Iglesia es gratuita, pero no hace falta ser un experto en economía para advertir que el recurso del espejo da ganancias a bajísimo costo. Parece un objeto extraño, ahí, en medio de la nave central, o una genialidad de alguien que advirtió que la mezcla de religión, arte, turismo masivo, redes sociales y un ego bien alimentado resulta rentable.

Escrito por:

VERONICA BONACCHI

Jefa de Redacción Revista CUAD

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