Rosalía y una obra que apunta al cielo
Escrito por Gabriel Plaza
Rosalía y una obra que apunta al cielo
Escrito por Gabriel Plaza

Lux, el nuevo álbum de la artista catalana se erige como una obra en construcción: ambicioso, imperfecto y deslumbrante, entre el misticismo, el pop fragmentado y la ansiedad global que provoca su voz convertida en arquitectura sonora.

Rosalía es ambiciosa como lo fue Gaudí, el arquitecto catalán que no llegó a completar su obra maestra: la Sagrada Familia, la catedral gótica de Barcelona. Lux, su nuevo disco es como esa catedral. Es una obra en progreso, que apunta al cielo con sus agujas, una obra en construcción a la que Rosalía le sigue aportando contenido conceptual, -los metatextos que aparecen en cada nueva entrevista-, cada referencia cultural que trae a la discusión y las citas que siguen ampliando ese universo fragmentado para que todas sus partículas se sigan reproduciendo infinitamente en el mundo viral de las redes sociales. 

La narrativa de Lux no concluyó con el lanzamiento: hace unos días anunció la gira que la trae a la Argentina en agosto de 2026. Es verdad, que es un álbum que coquetea con la música clásica y explora la cultura pop desde su tradición. Que es un manjar para los creadores de contenidos y que busca mantener enganchado a su público con la misma lógica del algoritmo. No es un disco que produce paz, serenidad, como puede pensarse de un álbum atravesado por el misticismo, sino que provoca ansiedad, fomo y éxtasis global.

A pesar de las críticas negativas, o de las reseñas excesivamente laudatorias, Lux es un muy buen álbum de Rosalía y se mantiene en la línea de flotación de una discografía sin fisuras para una artista de 33 años: Los Angeles, El Mal Querer y Motomami.  No tiene un sólo disco irregular. Todos son de muy buenos para arriba.  Lo dijo el productor de su primer disco, el guitarrista Refree: “Rosalía es increíble. Cada vez que escucho algo nuevo de ella, es mejor”.

Hay que hacer el ejercicio de escuchar Lux sin contaminarse de todo lo que se dijo previamente y disfrutar de una artista que tiene cosas para decir sobre el purgatorio del amor, la dependencia y obsesión, el deseo, la feminidad, la soledad existencial, el vacío espiritual, la vigilancia orwelliana de las redes, la iluminación y la muerte. 

Rosalía es otro unicornio de la industria musical como Björk. Este es un disco que suena caro, muy bien producido y lleva el gesto magistral de una artista que por momentos sabe lo que hace y, por momentos, no tiene miedo a probarse, a navegar a oscuras en su laberinto creativo. 

Sobre el álbum flota una contradicción: es un disco que más que provocar la revelación, funciona como un juego de espejos, donde Rosalía mira a otras santas, se mira así misma y mira a Dios, pero crea el extraño efecto -buscado o no- que todos miren hacia ella, como una figura más del reparto de divinidades. El disco es otro objeto del deseo de una de las artistas más influyentes de la época.

En ese sentido, es una obra imperfecta y ese es el atractivo. Se la puede ver a Rosalía en los altos y bajos, más visceral o más mental. Se refleja la sinceridad y el movimiento estratégico de lanzar como single una ópera pop para desorientar al mundo en “Berghain”. Se ve la emoción y el chiste de superarse a sí misma y superar a los demás cuando canta en japonés, ruso, o alemán, creando un oratorio pop con el discurso musical fragmentado del trap y la hondura del flamenco. Y se la puede ver que se toma muy en serio su trabajo cuando explora otros territorios sonoros como el fado en “Memoria” junto a la cantora portuguesa Carminho. 

Rosalía se puede dar el lujo de intentar hacer un triple del otro lado de la cancha: hay mucha belleza, audacia y osadía, en la curva que hace esa pelota en el aire, aunque el tiro sea errado.

Las canciones le llevaron un año de trabajo. Estudió la vida de las santas místicas como Santa Teresa y leyó a Simon Weil (su frase "El amor no es consuelo, es luz”, cita extraída de su obra póstuma La gravedad y la gracia, aparece en el arte de su disco) y a otras escritoras feministas. Ella absorbió la información y realizó su propio ensayo, escribió su libro del proceso de acercamiento al misticismo. El producto es un álbum de 18 canciones, una tesis/ collage de su propia vida como celebridad y cómo se siente obtener todo lo que se quiere, salvo el amor perfecto, o la (in)satisfacción de tener sus zapatos Jimmy Choo. Y la necesidad de encontrar una respuesta en Dios.

Rosalía no es un jugadora de larga distancia. Eso se puede ver en el texto de “La Yugular”, inspirado en un poema de la música norteamericana Patti Smith, o en una balada linda como “Sauvignon blanc”. Ella gana en lo corto, en la velocidad y el flow del hip hop, en versos que son más metralla, en la rabia, como sucede en “Porcelana”, o “Novia robot”, en la repetición mántrica de los versos y las palmas de bulería en “De madrugá”, o en las historias gitanas de “Rumba del perdón” (con las voces de Estrella Morente y Silvia Pérez Cruz). Incluso en la acidez vengativa del corrido “La perla”, sucesora del clásico “Rata de dos patas” de Paquita la del Barrio.

Lux no es una obra maestra, pero tiene piezas que lo son: “Magnolias”, el cierre del disco, el final en todo sentido, es una canción escrita para su muerte. El requiem perfecto para que suene en un funeral. Es el final del cuento. El punto exacto entre el desprendimiento de la materia y el ascenso espiritual. Lo más cerca que Rosalía está de Dios, fuerza espiritual, o divinidad, según la creencia de cada persona. Ella ya no necesita iluminarse. Quienes la escuchan tampoco. La canción lo hizo por ella y por ellos. Ahí está la redención. Ahí está la divinidad de su arte.   

En este álbum, todo lo que quiere decir, por fuera de la instrumentación, los samples, los efectos digitales, la sinfónica de Londres, los coros, la narrativa del disco, las voces flamencas y lo que quiere producir, se sostiene con esa voz que puede ser celestial, pecado y tormento.

La arquitectura de esta catedral ambiciosa se revela en temas como el aria “Mia Cristo Piage Diamanti”. A diferencia de Motomami, la carne y lo divino están en su voz de soprano, en esa expresión que es una fuerza de la naturaleza: el santo grial de su arte. 

Los españoles fueron los primeros en descubrirlo en 2017 cuando cantó frente al cuadro del Guernica de Picasso, para el 80 aniversario de la obra maestra. El video, que se transmitió por la Televisión Española, es en blanco y negro y muestra a la cantaora con su guitarrista en el Museo Reina Sofía. Con su registro de soprano Rosalía traspasa la pantalla y atraviesa como una daga los versos de “Catalina”, que estallan contra los arpergios sucios y oscuros de la guitarra del Refree. 

La conmoción es visceral. Todo es acontecimiento. La perfecta simbiosis entre el cubismo y la fragmentación de los cuerpos despedazados en mil partes y esa voz que produce otro tipo de estallido, un temblaredal emocional provocado por esos melismas de su fraseo. 

Es algo parecido a lo que generó la primera escucha de “Berghain”. Fue como el anuncio de un nuevo mundo fragmentado de Rosalía, tironeada entre la vida cotidiana, la desilusión del amor, el acoso de la fama y el llamado de la divinidad, o la necesidad de encontrar un nuevo camino. 

En ese crujido que produce el tema -el ataque virulento de los violines, el coro feroz de la sociedad, y ella flotando frágil por la floritura de las notas, la voz iluminada de Björk y la voz carnal de Yves Tumor, repitiendo la palabra “fuck me”-, Rosalía encontró su nuevo código emocional para comunicarse con su tiempo.

En esos dos minutos y cincuenta y ocho segundos se puede escuchar a la música ejerciendo su maestría sobre la mejor aprendiz del siglo XXI: la genuina emoción y el vértigo que provoca su arte corriendo a través de la columna vertebral de la sociedad contemporánea.

Escrito por:

Gabriel Plaza

Colaborador Revista CUAD

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