La artista que escuchaba los colores
Reseña del libro “La flamenca”
La artista que escuchaba los colores
Reseña del libro “La flamenca”

Un libro, “La flamenca”, de Ana Montes, publicado por Seix Barral, trajo nuevamente,a través de la literatura a una artista argentina injustamente olvidada: Emilia Gutierrez, una pintora que vivió treinta años encerrada cuando, un psiquiatra le recomendó que deje de pintar. Emilia le había dicho que los colores le hablaban.

Encerrada durante más de treinta años en un departamento del barrio porteño de Belgrano, Emilia Gutiérrez dibujó en secreto. Lo hizo en blanco y negro, con trazos obsesivos, mínimos, a veces con una pequeñisima insinuación de rojo. El dibujo no era una elección estética: era prescripción médica. A los 35 años, luego de confesar que los colores le hablaban, su psiquiatra le prohibió usarlos. Desde entonces, vivió en aislamiento voluntario, sin volver a exponer ni a circular por el mundo del arte. Pero produjo cientos de dibujos que hoy, lentamente, vuelven a la luz.

Nacida en el barrio de Flores en 1928, Emilia fue criada por su abuela Esperanza junto a sus hermanas. Tras el parto, su madre padeció depresión y una eventual psicosis, que concluyó en reiteradas internaciones. La niña, criada en una atmósfera de desamparo y silencio, desarrolló una obra marcada por lo grotesco, lo alegórico, lo marginal. Prefería los formatos pequeños, los interiores cerrados, los rostros calvos, las miradas desorbitadas. Hay ecos de Munch, Ensor, El Bosco en su obra. Se fascinó con “La extracción de la piedra de la locura”, ese cuadro de El Bosco que recrea la creencia medieval de que la demencia se alojaba en una roca dentro del cráneo.

En la única entrevista que concedió, publicada en la revista “Primera Plana”, en 1965, Emilia dijo: “No tengo nada que decir, nada importante hay en mi vida. En los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre”. Esa infancia, marcada por la enfermedad mental de su madre y por una soledad temprana, se filtró en su obra como un eco. Emilia fue apodada “La Flamenca” por su devoción a los pintores holandeses y por su paleta apagada. Pero también por esa afinidad con lo espectral, lo que se esconde, lo que se calla.

Entre 1965 y 1975 realizó siete exposiciones individuales. Una de ellas fue en la Galería Lirolay, en mayo de 1965. A pocas cuadras, ese mismo mes, Marta Minujín y Rubén Santantonín presentaban «La Menesunda» en el Instituto Di Tella Nada más opuesto a pocas cuadras de distancia.

Luego, Emilia dejó de pintar. Hizo caso al médico que le recetó abandonar los colores. Pero no dejó de crear. Dibujó en secreto, en silencio, en la soledad del departamento donde se recluyó. Más de mil dibujos fueron rescatados por coleccionistas como Gabriel Levinas, que los conservó en carpetas apiladas en su cocina. “Era una especialista en relatar lo que todos ocultamos”, dijo Levinas. En esos dibujos, los personajes no tienen edad: son niños y ancianos a la vez. Figuras espectrales que habitan espacios domésticos, como premoniciones de su propio encierro.

Emilia Gutiérrez vivió en soledad, sin reconocimiento público, y murió en 2003. Su obra permaneció en manos de coleccionistas privados y fue redescubierta en muestras recientes, gracias a trabajos como los de Levinas o Rafael Cippolini, el curador de una exposición que se realizó en la galería Cosmocosas, de Buenos Aires. El, como Ana Montes, también se obsesionó con Gutiérrez. “Lo que me fascina de Emilia es que es muy extraña a su manera. No puedo reconocer ni otras líneas ni otros artistas en sus obras. Una creadora muy excepcional. Hay seres imaginarios, perturbadores, en sus pinturas pero no son lo mismo que la expansión de la conciencia o la pretensión de salirse de la realidad de ese movimiento”, dijo Cippolini en una entrevista.

La escritora y además pintora Ana Montes la ha vuelto a rescatar del olvido. En su novela “La flamenca”, publicada este año por Seix Barral, Montes no se propone explicar a Emilia Gutiérrez a través de su vida. Hay tan pocos datos de esa mujer silenciada. Lo que hace rodearla, dejarla entrar como obsesión, como fantasma, como guía emocional.

La narradora, una mujer que acaba de perder a su padre, una heredera venida a menos, se encierra en un departamento con un cuadro de Emilia Gutiérrez -el cuadro “El pocillo de café”- y un pájaro enjaulado. Pone su vida en pausa y convive con la imagen mental de la artista, como si esa presencia le ofreciera una forma de atravesar el encierro. La mujer sale apenas para ir a la verdulería, ve a un hombre, Pedro, que es su amante muy ocasionalmente. “Siento demasiado su presencia. Prendo la luz para clavarle la mirada a los ojos desorbitados. Es como si estuvieran por salirse de la tela. Como si quisieran, y no pudieran, decirme algo”, se lee en la novela. “Desde ese día comencé a sentirme habitada por una vida que no era la mía”, se lee en la novela en la que protagonista y pintora se espejan en un juego de dobles.

Montes escribe desde la pintura, desde la imagen, desde la mancha. Su formación como artista plástica se filtra en cada página. El texto, escrito en modo fragmentario, se construye como diario íntimo, se arma a través de listas, de pensamientos, de rumias que la acompañan, todo teñido por la búsqueda de un rojo carmesí, que aparece vibrante en el dije que tiene la mujer del cuadro, que la obsesiona.

“La flamenca” es un gesto de restitución. No sólo rescata a una artista silenciada por el canon y por la psiquiatría, sino que la convierte en materia narrativa, en pregunta. Lo que Montes hace -con paciencia de restauradora y fiebre de coleccionista- es devolverla sino al centro de la escena, a un lugar bastante parecido. Merecido.

Escrito por:

VERONICA BONACCHI

Jefa de Redacción Revista CUAD

> OTRAS MIRADAS

Rocco Avena

Agnes Varda y el arte de recolectar

Ayelén Puppo Rajneri

El jardín del Edén: El destierro del sujeto

Veronica Bonacchi

Don Quijote: amor, alegría y entrega

Rocco Avena

caminos sin destino, vidas sin retorno