Solos en el mundo
“Orbital”, de Samantha Harvey
Solos en el mundo
“Orbital”, de Samantha Harvey

Samantha Harvey escribe una novela sin trama aparente y sin ninguna urgencia. Seis astronautas orbitan la tierra, una jornada de dieciséis vueltas alrededor del planeta que se convierte en un tratado lírico, sobre el duelo, la distancia, la soledad, la mirada.

En 1969, Michael Collins se convirtió en la persona más solitaria del universo. Desde el módulo de mando del Apolo 11, mientras Armstrong y Aldrin se dirigen a dar el gran salto para la humanidad, televisado para todo el mundo, el tercer astronauta, Collins, tomó su cámara y enfocó. “En la fotografía que hizo Collins, se ve el módulo lunar que transporta a Armstrong y Aldrin; justo detrás de ellos la superficie de la Luna, y a unos 400 mil kilómetros de distancia, la Tierra, una semiesfera azul suspendida en una tiniebla absoluta que hospeda a la humanidad. Michael Collins es el único ser humano que no aparece en la fotografía, se dice, y es un detalle que siempre ha sido motivo de asombro. Todas y cada una de las personas que vivían en ese instante, queda dentro de esa imagen; solo falta una, el hombre que hizo la imagen”.

“Orbital” recupera esa foto del “hombre más solo del mundo” porque nadie lo mira: una suerte de anomalía en un mundo como el actual en el que todos son mirados y casi todos quieren ser vistos.

La frase es de la escritora Samantha Harvey, que recupera esa impactante foto en “Orbital” (Anagrama, 2025; con traducción de Albert Fuentes) como símbolo de la soledad esencial, el punto de vista del que observa sin ser observado. El hombre más solo del mundo porque nadie lo mira: una suerte de anomalía en un mundo como el actual en el que todos son mirados y casi todos quieren ser vistos. No es lo central de esta obra que se convierte en sus 190 páginas en una meditación sobre el aislamiento y la belleza suspendida. Desde allí escribe: desde el margen, desde un espacio que observa más que actúa.

“Orbital”, una novela sin trama, ganadora del Premio Booker 2024, ocurre en la Estación Espacial Internacional, en una franja temporal acotada -24 horas- pero vertiginosa: ese día equivale a 16 órbitas, 16 vueltas alrededor de la Tierra, con sus 16 amaneceres y 16 atardeceres, una versión distorsionada y excesiva de un día. Seis astronautas -Pietro, Chie, Shaun, Nell, Roman y Anton- conviven en una rutina científica y doméstica que a fuerza de repetición se transforma en vida contemplativa, en puro pensamiento. Mientras, cultivan cristales, estudian microbios, analizan ratones, limpian el baño, fotografían la Tierra. Luchan además contra la disipación de sus cuerpos, contra la fragilidad que amenaza con volverlos esqueletos y músculos laxos sin fuerzas. Pero Harvey no se detiene en lo científico. Lo que la fascina es la rutina que se torna ritual, la repetición como forma de rumia mental.

Desde las ventanas de observación, los astronautas contemplan un tifón descomunal sobre Filipinas, trazos de luz en rutas nocturnas, zonas y fronteras que reconocen por pura memoria. Todo lo humano -el sufrimiento, la injusticia, el amor, el miedo- ocurre allá abajo, tan lejos. *Qué conectada y desvelada les parece de pronto la Tierra. No es uno de esos tifones habituales que asaltan caprichosamente estas regiones del mundo, convienen. No pueden verlo todo, pero presenta una magnitud que no habían previsto los modelos, y se mueve más deprisa. Envían sus imágenes, las latitudes y longitudes. Son como videntes, los tripulantes. Videntes que pueden ver y predecir el futuro, pero nada hacen para cambiarlo o pararlo (…) No tienen poder. Sólo tienen sus cámaras y una vista privilegiada y nerviosa de su esplendor en ciernes. Lo ven venir”.

Desde la órbita, no hay superioridad, hay entrega, humildad.

La muerte de la madre de Chie irrumpe en mitad de ese viaje flotante e inalterable. No puede hacer nada más que mirar la foto de la madre que lleva con ella: una foto en la que se ve a la mujer, muy joven, un día de 1969, mientras mira el cielo, con el ceño fruncido, esperando observar a los astronautas que pisaron la Luna por primera vez. Para Chie, es la foto que resume su vocación. Y también una compañía. Y una metáfora: ahora es ella la que mira ahora desde arriba hacia el lugar en el que su madre estuvo viva por última vez. Pero saberlo no suaviza el duelo. El acontecimiento irrumpe en el espacio como una falla tectónica. “Quizá la naturaleza de las cosas consista en la precariedad, en un balancearse en la punta de alfiler del ser”, dice Harvey.

Son como videntes, los tripulantes. Videntes que pueden ver y predecir el futuro, pero nada hacen para cambiarlo o pararlo (…) No tienen poder.

En sus páginas, cada gesto -limpiar el baño, flotar en posición fetal, fotografiar una ciudad invisible- adquiere una dimensión contemplativa. El estilo de Harvey recuerda a Rilke o Anne Carson: una prosa que flota entre el lirismo y la filosofía, que se interroga sin responder. Como cuando escribe esto: “¿Cómo estamos escribiendo el futuro de la humanidad? No estamos escribiendo nada, es él quien nos escribe. Somos hojas arrastradas por el viento. Creemos ser el viento, pero solo somos la hoja”. O esto: “Cierta idea sorprendente se les ocurre a veces: están encapsulados, un submarino que avanza solo en las profundidades del vacío, y cuando lo abandonen se sentirán menos seguros. Volverán a aparecer en la superficie terrestre como si fueran unos desconocidos”.

Pero no es eso lo importante en esta historia hipnótica, que tiene la capacidad de transportar a los lectores a ese lugar, por encima de nuestras cabezas, donde hay unas personas que dan vueltas a la Tierra y la ven, en su enorme dimensión y en su majestuosa insignificancia.

Escrito por:

REVISTA CUAD

Equipo de redacción

> OTRAS MIRADAS

Gabriel Plaza

La Valenti: el corazón acústico del Sur

Veronica Bonacchi

Matías Laborde: el pulso de un legado  

Ayelén Puppo Rajneri

El jardín del Edén: El destierro del sujeto

Revista CUAD

La extranjera que escribía en la “lengua enemiga”