“Conclave”, la película del suizo-austríaco Edward Berger tuvo un discreto estreno en enero de 2025, pese a sus ocho nominaciones al Oscar, pero la muerte del Papa Francisco, ocurrida el lunes 21 de abril, la catapultó al éxito. En la plataforma de streaming Prime Video, cuadriplicó la audiencia (sólo el lunes que murió el Papa tuvo 6,9 millones de minutos vistos) y además fue reprogramada en los cines. Hay motivos para ese repentino y masivo interés: la película cuenta cómo, tras la muerte del Sumo Pontífice, se elige a su sucesor, en medio de la rosca política, los enfrentamientos ideológicos, varias jugadas sucias y una vuelta de tuerca que convierte el final en un golpe de efecto (o un disparate completo).

La película -que pese a las altas dosis de sobriedad y corrección política mantiene la tensión de un thriller- es instructiva en una materia que resulta ajena para la mayoría: lo que ocurre en esos días en los que 135 cardenales de todo el mundo literalmente se encierran, lejos del mundanal ruido, sin celulares, resguardados por paredes a prueba de cualquier intromisión, a elegir al próximo Papa. Exactamente lo que pasa ahora, poco después de la muerte del argentino Jorge Bergoglio, Francisco.
La película, basada en el libro escrito por el inglés Robert Harris, y protagonizada por Ralph Fiennes, Stanley Tucci e Isabella Roselini, es tan poco arriesgada en lo visual como sorpresiva en la propuesta, sobre todo por la última vuelta de tuerca.
La historia comienza con la muerte del Papa Gregorio XVII, lo que lleva al Vaticano a organizar sus vistosas y tradicionales elecciones con los Cardenales que llegan desde todo el mundo. Ralph Fiennes encarna al Cardenal Lawrence, el británico Decano del Colegio Cardenalicio, un hombre con crisis de fe, encargado de organizar la votación, y sobre todo, interesado en conservar la línea progresista del Papa que acaba de morir. Su candidato favorito es el Cardenal Bellini (Stanley Tucci), estadounidense, que tiene una posición ideológica similar.
Pero Bellini tiene rivales complicados, incluso tramposos. Por un lado está el canadiense Joseph Tremblay (un genial John Lithgow), ambicioso y capaz de jugar sucio. Por otro, el italiano Goffredo Tedesco (Sergio Castellitto), empecinado en que la iglesia vuelva a su formato medieval. Y en el medio, el Cardenal Adeyemi (Lucian Msamati), de Nigeria, un conservador tradicional cuyo gran punto en contra, para Lawrence y Bellini, es su homofobia. A eso se suma la llegada inesperada del cardenal mexicano Vincent Benítez, representado por Carlos Diehz, que trae un documento que prueba que ha sido nombrado in pectore, o sea, confidencialmente, por el Papa que ha muerto. El encierro, con la cúpula de la capilla Sixtina presidiendo la elección, no suaviza las pasiones, las exacerba: son días en los que se cruzan acusaciones de abusos, relaciones ilícitas, sobornos para comprar votos y conspiraciones. No logran la fumata blanca.

Hay imágenes que resultan muy elocuentes: desde el comienzo queda claro que la Iglesia y sus decisiones son un mundo de hombres. Son ellos -entre envidias, jugadas sucias, chismorreos, zancadillas- lo que llevan sobre sus espaldas la decisión de quién será el hombre fuerte del Vaticano. Las mujeres no sólo figuran en un segundo plano, sino que aparecen además en tareas domésticas: son las que limpian, las que cocinan, las invisibilizadas. Al menos hasta que Isabella Rossellini, en su papel de la hermana Agnes, irrumpa con fuerza en un par de escenas que tuercen algunas decisiones.
El thriller, que apareció entre los favoritos del Oscar, funciona con eficacia. Pero cerca del final, cuando los hechos se precipitan y hay que cerrar no sólo la votación sino el relato, la película hace un jugada tan inesperada como poco efectiva. El excesivo cuidado puesto en la construcción de ese momento clave se desmorona catastróficamente. La revelación crucial llega torpe, desmañada, demagógica. Un final para fumata negra.
Escrito por:

VERONICA BONACCHI
Jefa de Redacción Revista CUAD