No todo lo que se ve es lo que está ahí, en el escenario.. A veces, lo que no se ve, lo que está oculto o no se nota en primer plano es lo que le da mayor dimensión a lo que debe resaltar, o lo que vuelve sutil aquello que debe estar en segundo plano, o lo que hace desaparecer de la vista lo que sería ruido.
Daniel Vertúa es sonidista y músico por vocación. Empezó muy temprano en el tema, a los 10 años, cuando tocaba el saxo. “Empecé a estudiar música en Villa Regina, y entré en la banda municipal de Regina Después fui director 15 años de esa misma banda. Ahí arranqué y en ese tiempo no era muy común que alguien tocara el saxofón, por lo menos acá en la zona. Tendría unos 13 años cuando me vinieron a buscar de una orquesta para tocar el saxo, porque era una novedad. En ese momento se usaban mucho las orquestas bailables en las fiestas. Los DJ trabajaban en los boliches, nada más. Esa vez, mi mamá, no me dejó ir. Mi papá estaba contentísimo porque él fue músico también toda la vida, pero mi mamá no me dio permiso. A los 15 ya no me pudo agarrar más, así que empecé a tocar en orquestas. Iba, tocaba el saxo, después cantaba algunas canciones y después, como tenía mucho tiempo libre, me bajaba del escenario y aprendía sobre el sonido”, dice.
Ese aprendizaje, el de la experiencia y las enormes cuotas de curiosidad, fue esencial para el que sería su futuro laboral. “Mientras mis compañeros tocaban, empecé a notar que no siempre se escuchaba bien. Entonces, mirando, y probando, empecé a ver que si cambiábamos algo, o si poníamos el equipo mirando para allá, todo mejoraba. El tema del sonido me atrapó, así que después ya iba como sonidista y tocaba el saxo”.
Toda esa época fue una suerte de universidad a tiempo completo. Aún cuando los equipos eran muy básicos, y se hacían a mano, en un taller, le sirvieron a Vertúa para hacer sus primeros palotes, para hacer enormes y duraderas amistades y relaciones con gente que aún hoy se ocupa de hacer el sonido de grandes músicos del rock nacional. “No había internet. El sistema era un poco ‘lo atamos con alambre’ en aquella época”, se ríe y recuerda las consolas de chapa que hacían. “Era todo a prueba y error”.
La experiencia, internet y la necesidad de los grupos de salir de gira hizo que el oficio del sonidista se vuelva sofisticado y un condimento esencial para que todo funciones como debe funcionar, para que se escuche lo que se debe escuchar y al volumen ideal.
“Todo el trabajo, que es trabajo de equipo siempre, es importante, pero el sonidista tiene una enorme responsabilidad. Ponerse detrás de una consola de sonido lleva una tremenda responsabilidad porque un sonidista puede estropear una fiesta. Semanas de ensayo, de preparación, las puedo arruinar por no tener un cable. No sólo en un show, sino en festivales que duran días enteros. Todo el mundo tiene que sonar igual: bien. El sonidista es un músico más en realidad”, explica.
Si hay algo que Vertúa subraya a la hora de que todo el andamiaje funcione, es la planificación. “Tanto para un show como para una obra de teatro, tenemos que saber dónde va a estar cada uno. Hay que tener un orden en el escenario. Yo no puedo llegar y tirar los cables por cualquier lugar; tengo que saber cómo se van a mover los actores o los músicos en el escenario, cómo organizar la técnica para que no moleste a nadie, para que se ilumine puntualmente al que corresponde, y donde se necesita. Cada espectáculo tiene algo diferente y tenemos que saber cómo es para que todo se potencie. Si vamos a salas grandes necesitamos amplificar la voz, y si no, tenemos que saber dónde poner los micrófonos, o si es necesario se ponen micrófonos individuales”, dice, apasionado con lo que hace cada día desde hace seis años, cuando entró a Fundación Cultural Patagonia. “La ventaja que tenemos en FCP, que es maravilloso, es que tenemos todo planificado. Armamos un calendario que compartimos con todo el grupo de técnica, que somos tres sonidistas y tres iluminadores y nos organizamos por semana”, cuenta.
Vertúa dice que su trabajo está bien hecho cuando nadie piensa en ellos, los técnicos. “Si uno se sienta y disfruta del espectáculo sin que nada le moleste, es que todo estuvo bien. Si la gente aplaude a los artistas y se va contenta, yo me voy feliz. Quiere decir que nuestro trabajo estuvo muy bien”.
Pero para llegar a eso, además de la planificación, el equipo tuvo que tener en cuenta varios factores. “El sonido tiene más factores que juegan en contra que a favor. Por ejemplo, el músico va a la prueba de sonido y todo funciona bien, pero a la noche, en el show, la adrenalina es otra y toca de otra forma y entonces suena distinto. Así que el sonidista tiene que estar atento para balancear . Eso le pasa a todo el mundo. Es una cuestión del ser humano. Y después está el factor climático. La música no suena igual a la tarde con 40 grados de calor que a la noche con 10 grados, o con viento, o con lluvia, o con la sala vacía que con la sala llena, o en invierno o en verano”.
Y algo más. Esa magia que no se ve, o que busca pasar desapercibida para que la obra o la función musical se luzca, empieza antes de que la sala se llene y termina después, cuando las luces ya se han apagado. En Fundación, empieza varios días antes, cuando se tienden los cables, se ponen las luces, se decide dónde poner los micrófonos, qué iluminar. Y termina algunas horas después de que la función ya terminó, cuando se desmontan cada una de esas piezas, aparentemente invisibles, fundamentales. “Siempre les enseño a los estudiantes que si nadie te dijo nada, andate contento, y si alguien te felicita por cómo sonó, salí a brindar. La verdad es que es poco probable que alguien sepa quién hace el sonido de un show o de una obra de teatro, pero mi gratitud y mi felicidad es sentir que el aplauso también es para mi. Yo soy feliz cuando la gente se pone de pie y aplaude a los artistas. Para hacer esto hay que estar dispuesta a eso: a no aparecer, y también a tener la culpa si algo sale mal”.
Escrito por:
VERONICA BONACCHI
Jefa de Redacción Revista CUAD